Miranda regresa

Desde allá

Azul y no tan rosa

pelomalo3

El pez que fuma

Historias de la tierra de Bolívar

La cinematografía venezolana a partir de la segunda mitad del siglo XX

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Los años cincuenta: aproximaciones a la apreciación cinematográfica

Desde la década de los años cuarenta, la producción fílmica venezolana floreció con nuevos títulos, puesto que un gran número de realizadores se había aventurado a trabajar narrativas más extensas, con sonido y música sincrónica; además el género de ficción tuvo un progreso. Sin embargo, la creación cinematográfica en los años siguientes, se enfrentó a nuevas limitaciones creativas y discursivas impuestas por  el régimen militar que mantuvo al general Marcos Pérez Jiménez por casi nueve años en el poder.

En aquella época, tanto la prosperidad económica reflejada en la construcción de la Ciudad Universitaria, las Torres del silencio y la autopista Caracas- La Guaira, así como la violenta represión, censura en los medios, el acoso y la persecución, conformaban la escenografía del día a día en el país. Así, en este contrastante contexto, se forjó el cine nacional, por lo que aquel foco creativo dedicado al séptimo arte, tomó el trabajo y la experiencia acumulada, para afrontar tales retos y al fin desarrollar un cine identitario que contara al mundo sobre la tierra de Bolívar.

En buena medida, el transcurso de la quinta década del siglo pasado implicó la llegada de producciones provenientes de México y Argentina a la cartelera de Venezuela y una recesión temporal en la realización de películas locales. No obstante, la crítica cinematográfica se convirtió en una nueva vía de desarrollo que tuvo importantes destellos, hecho que habló de una mirada reflexiva y propositiva cada vez más consolidada en la conjugación de aspectos técnicos, artísticos, sociales y políticos en los filmes.

En 1952, el francés Amy Courvoisier, un precursor de la crítica cinematográfica que desde 1947 comenzó a publicar en la columna Cinemundo del diario La tarde, emprendió junto a Román Chalbaud la revista Venezuela-Cine como una publicación quincenal que abordó las novedades fílmicas de aquel entonces: los estrenos y los repartos, así como los temas y enfoques propuestos en pantalla. Tiempo después, ambos personajes se involucraron en el nacimiento de Profilm, el primer cine-club venezolano, sembrando un antecedente determinante para la realización de las primeras muestras de cine nacional, que se llevaron a cabo poco tiempo después en distintas sedes a lo largo del país.

Otro avance productivo en la línea del análisis y la apreciación cinematográfica fueron las reuniones conocidas como Martes Selectos, que tenían lugar en los cines Palace y Montecarlo. Finalmente, el comienzo de la década de los cincuenta albergó espacio para la conformación del Círculo de Cronistas Cinematográficos de Caracas en 1951, un grupo del que emergieron algunos de los realizadores que en años posteriores se convirtieron en iconos de la cinematografía nacional. De este modo, aunque de manera cautelosa, la gente del cine venezolano supo demarcar los espacios en los que aprendió a ver y reformular sus películas.

El mundo reconoce la cinematografía de Venezuela. Importantes títulos a mitad de siglo

En 1950 Bolívar Films, la empresa que en un inicio propuso consolidar una industria cinematográfica venezolana, produjo la adaptación fílmica de un cuento de Guillermo Meneses que relata el encuentro entre un marino y una prostituta, quien recurre a un chamán para alejar al hombre de su familia y así éste nunca se vaya. El título de la historia fue La balandra Isabel llegó esta tarde (1950), dirigida por Carlos Hugo Christensen, y uno de sus más grandes logros fue el de convertirse en el primer filme venezolano premiado en el Festival de Cannes, obteniendo el galardón de Mejor fotografía.

Sin duda, el Festival de Cannes se convirtió en un espacio importante para la difusión y el reconocimiento de la cinematografía de Venezuela. Sobre esto, un ejemplo más lo encontramos en Luz en el páramo (1953), de Víctor Urruchúa, con un elenco conformado por figuras como José Elías Moreno, Hilda Vera, Luis Salazar, Carmen Montejo, entre otros. La producción formó parte de la competencia oficial del certamen en su edición número seis, contendiendo por la Palma de Oro, el gran premio del festival.

Hacia la parte final de la década se estrenó Araya (1959), de Margot Benacerraf, un largometraje nominado a la Palma de Oro también en Cannes. La película, que es referida como un clásico del cine nacional, tiene entre sus méritos el peculiar estilo narrativo que implementa al sobreescribir elementos documentales y de ficción. La cinta retrata la historia de una antigua mina de sal que había sido explotada durante siglos, y en la que los salineros aún recurrían a métodos artesanales para extraer las propiedades minerales de la zona.

También en la recta final de los años cincuenta, Caín adolescente (1959), bajo la dirección de Román Chalbaud se presentó como un relato particularmente enfocado a la crítica de las condiciones de vida en numerosos sectores del país. La narración ubica a Juana como una madre que, buscando lo mejor para su hijo, decide mudarse a la ciudad de Caracas; sin embargo tras instalarse en una de las zonas más marginadas, se da cuenta que no es lo que pensaba, pues un ambiente de violencia e inseguridad les rodea. Haciendo gala de los recursos sonoros incorporados a la narrativa fílmica, la película también contó con la participación de la popular cantante Josefina Rodríguez, conocida como La gitana de color, hecho que le permitió un mayor acercamiento al público.

El surgimiento de nuevos organismos en favor del cine nacional

Tras el surgimiento del Instituto Venezolano de Experimentación Cinematográfica (IVEC) en el comienzo de los años sesenta se estrenó Chimichimito (1961), un cortometraje escrito por Lorenzo Batallán y dirigido por José Martín. El trabajo obtuvo el Oso de Plata en el Festival Internacional de Cine de Berlín con una mención especial dentro de la categoría de cortometrajes experimentales. Tres años más tarde, se realizó el largometraje Isla de Sal (1964), dirigido por Clemente de la Cerda, con un guion escrito por Mauricio Odremán, en el que una joven llamada Aurora, nativa del pueblo de Chichiriviche, decide arriesgarse y probar suerte como cantante para así poder ayudar a su padre, quien enfrenta una fuerte deuda derivada de la compra de un bote de pesca que necesita para subsistir.

También en los tempranos años sesenta, el cine fue empleado como una herramienta de denuncia social, ejemplo de ello es La ciudad que nos ve (1966), una película dirigida por Jesús Enríquez Guédez, en la que el realizador entremezcla el documental y la ficción para narrar algunos aspectos sobre la situación de pobreza y represión que se vivía en distintas localidades. Meses más tarde, el 28 de diciembre de 1966 fue creado el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (INCIBA), un organismo adscrito al Ministerio de Educación. Entre las principales funciones que precisó el INCIBA, fue la de desarrollar una serie de programas integrales que respondieran a las necesidades culturales y atendieran los señalamientos de la comunidad artística, para lograr una cooperación intelectual y afianzar la difusión de las obras. El surgimiento del instituto no fue un hecho aislado para el beneficio del cine nacional, pues también en el año de 1966 nació la Cinemateca Nacional que tuvo a Margot Benacerraf como una de las principales gestoras de su fundación. .

Por otro lado, una propuesta de la vanguardia artística en Venezuela se dio a conocer con el proyecto, Imagen de Caracas (1968), impulsado por un grupo de artistas, entre ellos Jacobo Borges y Josefina Jordán. El resultado fue una instalación construida para celebrar los 400 años de la ciudad, cumplidos en julio de 1967. Referida por algunos medios como “la experiencia audiovisual más importante realizada en Venezuela”, la obra involucró el trabajo del arquitecto Juan Pedro Posani para la construcción de una estructura de acero y aluminio que sirvió de soporte para ocho pantallas en las que fueron proyectadas películas sobre la historia del país, haciendo un recorrido sobre temas como la fundación de Caracas, la Batalla de Carabobo, la Guerra de Independencia, hasta la culminación de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en 1958.

La comunión del cine venezolano con el público nacional

El cine de los años setenta propuso una carga de sentido político que alcanzó audiencias masivas y buscó que la gente se identificara más con los personajes que con el drama social. Del mismo modo, las producciones enmarcadas en esta línea narrativa, consiguieron reconocimiento internacional, por ejemplo, Cuando quiero llorar no lloro (1973). La película, nominada en el Festival Internacional de Cine de Moscú, fue una coproducción entre México y Venezuela, dirigida por Mauricio Walerstein y basada en una novela escrita por Miguel Otero Silva, con un guión de Román Chalbaud. El largometraje cuenta las anécdotas de tres jóvenes venezolanos de distintas clases sociales que comparten el mismo día de nacimiento y, por azares del destino, también la misma fecha de muerte. La película resulta atractiva para el público nacional y la audiencia mexicana, al contar con un elenco conformado por actores como Valentín Trujillo, Orlando Urdaneta, Verónica Castro, Haydée Balza,etc.

Al año siguiente, La quema de judas (1974), de Román Chalbaud, también contó con una nominación en el Festival Internacional de Cine de Moscú. La película relata la historia de Jesús María Carmona, un delincuente que planeó robar un banco y para ello se hace pasar como policía, pero antes de que pudiera completar su misión, un grupo de guerrilleros se adelanta en llevar a cabo el asalto y Carmona se ve obligado a defender el lugar, acción en la que pierde la vida. Poco a poco, los rostros del cine venezolano se hicieron de un lugar de reconocimiento en las pantallas, y en este caso, destacó la participación de Miguel Ángel Landa, Claudio Brook y María Teresa Acosta.

Los años 70 y el rotundo éxito de las historias venezolanas en la taquilla nacional

A mitad de los años setenta, se estrenó la película que se convertiría en una de las primeras producciones venezolanas más taquilleras de la historia del cine: Soy un delincuente (1976), bajo la dirección de Clemente de la Cerda y con un argumento que versó sobre la marginalidad de los barrios caraqueños a través de la vida de Ramón Antonio Brizuela, quien desde pequeño es forzado a cometer atracos y se ve resignado a vivir en esa situación.

La empatía que este cine afianzó con el público, permaneció vigente en 1977 con la llegada de El pez que fuma (1977), otro gran éxito de taquilla, y que también se ha ganado el reconocimiento como uno de los clásicos del cine venezolano. Dirigida por Román Chalbaud, en una adaptación a la obra teatral homónima del mismo realizador, se desarrolla una historia en un prostíbulo conocido como El pez que fuma, en donde la administración está a cargo de la mujer conocida como la Garza, cuyo amor es disputado por tres hombres: Tobías, Dimas y Jairo. La ficción fue premiada en el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias (FICCI).

A finales de la década en 1978, la cinematografía nacional celebró una nueva proeza: la de estrenar por primera vez 16 películas venezolanas en un mismo año. Al fin, ocurrió algo que hasta entonces no había sido posible, pues la infraestructura económica y el fomento cultural en favor del cine, no habían sido suficientes para lograr tal reto. El cine en Venezuela comenzaba a dar cuenta del desarrollo que había tenido desde sus inicios y justo en este punto, la recta final del siglo XX pareció aún más prometedora para los realizadores y el público.

En búsqueda de una narrativa en el cine nacional

Con 1,335,085 espectadores en salas de cine, Homicidio culposo (1983), de César Bolívar, se consagró como un nuevo éxito de la cartelera. Este drama policiaco, siendo uno de los filmes destacados que inaugura la producción fílmica de las últimas dos décadas del siglo pasado, describe cómo un detective se esmera en resolver el misterio que esconde un asesinato en el que la vida de dos mujeres y un actor de teatro no pueden pasar desapercibidas al ser piezas clave de los hechos.

En 1985, Fina Torres presentó Oriana, una ficción que obtuvo la Cámara de Oro, en el Festival de Cannes, convirtiéndose también en una producción multipremiada en certámenes como el Festival Internacional de Cine de Chicago, el FICCI, el Festival Internacional de Cine de Figueira da Foz, en Portugal, y el Festival Internacional de Cine de Mannheim-Heidelberg, en Alemania. En la historia, María, una residente venezolana en París, recibe el comunicado donde se le informa que ha heredado la propiedad que pertenecía a su tía Oriana. La mujer decide volver al litoral venezolano con la intención de vender la hacienda, pero a medida que se desarrolla la trama, ella se da cuenta que no será tan sencillo desprenderse de aquel lugar que también fue su hogar.

Macu, la mujer del policía (1987), de la realizadora de origen sueco Solveig Hoogesteijn, narra parte de la vida de Ismael; un policía que es el principal sospechoso de la desaparición de tres jóvenes, uno de ellos, relacionado con Macu, esposa del agente. Protagonizada por Daniel Alvarado, María Luisa Mosquera y Frank Hernández, la película también se volvió una de las favoritas del público.
Hacia el cierre del siglo XX, el realizador Luis Alberto Lamata terminó de filmar Jericó (1991), la primera ficción venezolana nominada como Mejor película extranjera de habla hispana por la Academia de Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, en la quinta edición de los Premios Goya, además de resultar indiscutible ganadora del Premio Coral en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de la Habana. La historia planteada en Jericó se sitúa en siglo XVI, donde un fraile dominico llamado Santiago, es el único sobreviviente de una expedición hacia los Mares del Sur. Así, después de vivir un tiempo con los nativos caribeños, se ve obligado a huir pues el jefe de la tribu le persigue. Poco después es detenido por los españoles, quienes lo juzgan por traición y herejía.

En un balance de logros, la década de los noventa implicó la reformulación de la Ley de la Cinematografía Nacional aprobada en 1993, además del inicio de la trayectoria de la Fundación del Centro Autónomo de Cinematografía Nacional durante 1994. Finalmente, una de las películas referenciales de fin de siglo fue estrenada: Amaneció de Golpe (1998), de Carlos Azpúrua, con guion de José Ignacio Cabrujas, coproducida entre Venezuela, España, Canadá y Cuba. Obtuvo una nominación a los Premios Goya y en el Festival de Cine de Gramado, así como el Premio Vigía en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de la Habana y el Premio del Público en Festival de Cine Latinoamericano de Lleida. La película habla sobre la noche del 4 de febrero de 1992, cuando un grupo golpista intentó tomar el poder en el edificio presidencial desatando un enfrentamiento, y mostrando aspectos de la sociedad venezolana que no habían sido considerados antes.

Cine venezolano en el nuevo siglo

En los inicios del siglo XXI, a partir del ascenso de Hugo Chávez a la presidencia en 1999, la producción fílmica nacional se encontró con un nuevo escenario que, entre otras cosas, dio cabida a proyectos formativos como el aumento y formalización de escuelas de cine, además de nuevas reformas a la Ley nacional de cine, que enfatizó las acciones para proteger el desarrollo de las producciones y asegurar la inversión de los fondos de apoyo a la distribución. También, los relatos cinematográficos que mostraron interés por mirar al pasado histórico del país a través de fechas, actos y personajes memorables, recibieron un gran apoyo, muestra de ello está en algunas películas autobiográficas, tal como Manuela Sáenz: La libertadora del libertador (2000), realizada por Diego Rísquez, filme que retrata los hallazgos por parte del ballenero Herman Melville, quien a su llegada a Perú se entera que Manuela Sáenz, antigua amante de Simón Bolívar, sigue viva. El hombre accede a un cofre lleno de cartas que, en conjunto, cuentan la historia y los secretos de la relación de la mujer con el libertador de América.

Por otro lado, la etapa que comenzaba se caracterizó por desarrollar historias basadas en aspectos y problemáticas sociales, particularmente situadas en entornos urbanos. La violencia, delincuencia y desigualdad fueron líneas temáticas que tomaron partido en la constitución de ficciones como Secuestro express (2005), de Jonathan Jakubowicz, con un elenco actoral conformado por Mía Maestro, Rubén Blades y Carlos Julio Molina. A lo largo de sus casi noventa minutos, el largometraje articula parte de la vida de Carla y Martín, una pareja adinerada que es secuestrada en la ciudad de Caracas, historia con la que hace un guiño respecto al incremento de crímenes efectuados en la capital durante aquellos años.

En el 2005, tras media década del chavismo en la presidencia, el cine documental y los esfuerzos por quebrar la hegemonía de Hollywood sobre la audiencia venezolana, seguían en crecimiento. No hubo mejor ejemplo para evidenciar lo dicho que el filme considerado como el más caro en toda la historia cinematográfica de Venezuela: El Caracazo (2005), dirigida por Roman Chalbaud, sobre los saqueos y las protestas que tuvieron lugar en la capital del país en febrero de 1989. La película destacó en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de la Habana y en el Festival de Cine Latinoamericano de Trieste, por otro lado, este estreno antecedió a la creación de la Fundación Villa del Cine, una productora gestionada por el Estado venezolano desde 2006, que señala como su objetivo principal el de producir filmes que promuevan la diversidad y los valores culturales de la identidad nacional con la más alta calidad, para fortalecer la industria del cine.

En 2007, la cineasta Mariana Rondón presentó Postales de Leningrado (2007). Situada en los tiempos intensos de combate guerrillero durante los años sesenta, la película cuenta las vivencias de los niños afectados por los enfrentamientos, quienes se ven obligados a huir constantemente. Ante el hostil panorama, los infantes imaginan un mundo alterno para poder sobrellevar las secuelas del entorno en el que crecen. El reconocimiento internacional también condecoró a esta producción, puesto que fue ganadora en el Festival Internacional de Cine Latinoamericano de Biarritz y el Festival Internacional de Cine de Kerala. Así mismo, fue candidata para representar a Venezuela en los Premios Óscar.

La preselección de una película venezolana por parte de los Premios Óscar se hizo realidad ese mismo año con Miranda regresa (2007), dirigida por Luis Alberto Lamata. La historia, contendiente de la categoría de Mejor película de habla no inglesa, basó su estructura narrativa en la recopilación de detalles biográficos de la vida de Francisco de Miranda, un político revolucionario que anhelaba la independencia latinoamericana. Tiempo después, al concluir la primera década del nuevo siglo, el caso de Daniel y Julio, dos hermanos que hacen del fútbol un refugio para aislarse temporalmente de la complicada vida que llevan, fue relatado en Hermano (2010), bajo la dirección de Marcel Rasquin, la obra cosechó reconocimientos en sedes como el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, donde le fue otorgado el Colón de oro a la Mejor película.

En el año 2012 el cine venezolano celebró el éxito de Piedra papel o tijera (2012), de Hernán Jabes, una ficción que presenta como personaje principal a Héctor, un hombre de familia que sospecha sobre una infidelidad de su mujer, hecho que le orilla a investigar por cuenta propia. Un día, justo en el momento en que se encuentra desayunando en una cafetería con Luis, su pequeño hijo, decide salir en busca de su esposa, por lo que pide a una trabajadora que cuide al niño. Sin embargo, minutos después, un asaltante atraca el restaurante y toma a la mujer y a Luis como rehenes, desencadenando una serie de sucesos que acabará con más de una vida a lo largo de la historia.

En 2014, un acontecimiento importante revitalizó la producción cinematográfica en el país, por primera vez una película venezolana obtuvo un Premio Goya; el trabajo galardonado fue Azul y no tan rosa (2012) de Miguel Ferrari. Con un argumento que parte de las dificultades y la violencia ejercida hacia la comunidad LGBT, a través del caso de un fotógrafo que cuida de su hijo al mismo tiempo que afronta dicha situación. Así, en la edición número veintiocho de los Premios Goya, el filme fue reconocido como Mejor película iberoamericana.

El año 2013 trajo consigo otro importante estreno: Pelo Malo (2013), de Mariana Rondón, con la participación de Samuel Lange Zambrano, Samantha Castillo, Beto Benites, etc., quienes encarnan los sucesos alrededor de la relación de Junior, un pequeño de nueve años, con su madre. En el filme, Junior se esmera en cambiar la apariencia de su cabello, que naturalmente es rizado, puesto que no quiere salir así en una foto escolar, pero sobretodo desea contar con la simpatía de su madre. La calidad de la narración permitió a la producción, obtener la Concha de Oro, en el Festival de Cine de San Sebastián, el galardón por Mejor guion y Mejor director en el Festival de Mar del Plata, así como diversas nominaciones en los Premios Ariel y los Premios Fénix en su primera edición en 2014.

Más adelante, el debut del realizador y guionista Alejandro Hidalgo, nos permitió conocer La casa del fin de los tiempos (2013), nominada en los Premios Fangoria Chainsaw Awards, y en Festival Internacional de Cine Fantástico de Oporto, Fantasporto. La historia es la de Dulce, madre de dos niños, que experimenta encuentros fantasmales dentro de su casa. Haciendo un salto en el tiempo, años después, Dulce regresa a esa casa, para entender el misterio detrás de los hechos paranormales. Ese mismo año, el cine nacional atestiguo la gran popularidad conseguida por Papita, maní, tostón (2013), bajo la dirección Luis Carlos Hueck, un filme en el que Andrés y Julissa, dos fanáticos del béisbol fingen ser hinchas de otro equipo para mantener una relación, pese a que sus preferencias sean opuestas al apoyar por un lado a Los leones de Caracas y por otro, a Los Navegantes de Magallanes.
Liz en septiembre (2014), de Fina Torres, retrata a una viajera de nombre Eva, que tiene problemas con su auto por lo que se detiene y recibe asilo de parte de un grupo de mujeres, que año con año se alojan en la misma posada. Poco a poco, Eva logra relacionarse con sus nuevas conocidas y descubre las peculiaridades de cada una de ellas.

Finalmente, 2015 fue el año de estreno de Desde allá, dirigida por Lorenzo Vigas. Con el papel protagónico se encuentra Alfredo Castro, quien da vida a un protesista dental llamado Armando. En la película Armando conoce a Elder, un joven delincuente con el que desarrolla una íntima relación. Así, en palabras del director de la historia, se afirma que son las diferencias en el orígen de cada personaje, las mismas que permiten que exista unión entre ellos. Este filme forjó su renombre gracias a las múltiples nominaciones y premios obtenidos alrededor del mundo, poniendo como ejemplo el Premio de León de Oro, que ganó en el Festival Internacional de Cine de Venecia, el reconocimiento a Mejor guion y Mejor actor en el Festival de Cine de Thessaloniki, el Premio Horizontes, en el Festival de San Sebastián, además de cuatro nominaciones al Premio Iberoamericano de Cine Fénix.

Lorenzo Vigas

Cine venezolano de cara al futuro

Si bien, el séptimo arte nacional ha encontrado espacios para florecer entre la adversidad, la época actual implica un reto político, social y económico frente al que
la labor de las productoras y las organizaciones de fomento al cine se han consolidado como una importante base para que las películas venezolanas gocen de espacios de proyección y canales de distribución.

Desde 2005, el Festival del Cine Venezolano, ha seguido una línea de acción para impulsar la cinematografía nacional y desarrollar una estructura formativa para la realización y apreciación a través de proyectos como La fábrica audiovisual y los Simposios de Estética y Cine. También desde 2006, el trabajo de productoras como Amazonia Films ha destacado en promover películas y audiovisuales en territorio nacional e internacional. Desde otro frente, Gran cine, una asociación civil privada, dedica sus esfuerzos a formar al público venezolano acercando contenidos artísticos y culturales y haciendo de la misma exhibición fílmica el medio idóneo para alcanzar su meta.

En las últimas dos décadas, el promedio de estrenos venezolanos ha mostrado una tendencia de crecimiento, puesto que en el año 2000 únicamente cuatro películas nacionales fueron exhibidas, mientras que en el 2006 el número de filmes aumentó a 11. Así, al llegar el 2008, el récord alcanzado fue de 32 películas. Sin embargo, después del 2010 las estadísticas mostraron un decremento en dicho rubro, en el que durante el año 2014 se contaron 21 estrenos. Por otro lado, según información provista por el Centro Nacional Autónomo de Cinematografía y la Asociación Venezolana de Exhibidores de Películas, el número de espectadores también fue a la alza, en tanto que en 2006 787,000 personas disfrutaron de algún título en salas, ocho años más tarde en 2014 el registró indicó un total de 4.12 millones de asistentes.
Un interesante contraste se presentó a partir del 2016, cuando los cálculos realizados por la Asociación de la Industria del Cine arrojaron como resultado la pérdida de asistencia en las salas comerciales en el país, además una producción de filmes a la baja, respecto a los años anteriores.

Es así, como el panorama actual plantea los desafíos que definirán el porvenir del cine en Venezuela, un país que ha demostrado la calidad de sus historias y al que se le reconoce por el compromiso de su comunidad cinematográfica, dispuesta a superarse y seguir creciendo a través de los relatos que sólo la tierra de Bolívar puede ofrecer al mundo.

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