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A mitad del siglo XX, la sombra de la II Guerra mundial posaba sobre más de un continente. Específicamente en territorio latinoamericano y en Perú, la escasez de productos importados impactó en diversos sectores industriales, entre ellos el cine. La severa crisis que entonces enfrentó el aparato cinematográfico, se tradujo en la ausencia de historias locales en las pantallas. Fueron años de desasosiego para los espectadores y realizadores, lo que derivó en mayor presencia de filmes provenientes de Estados Unidos, México, Argentina y Francia, en salas peruanas durante este periodo.
Por otro lado, algunos cineastas extranjeros vieron en Perú la oportunidad de trabajar un campo fértil para la producción de relatos, pues el escenario era sumamente diverso en cuanto a imágenes y prácticas culturales. Pronto la inversión extranjera comenzó a presentar resultados: en 1952 se estrenó Jungle Sabotage (Sabotaje en la selva), dirigida por el norteamericano Edward Movius, con un argumento desarrollado en la selva amazónica peruana, lugar en el que el actor Marion Robert Morrison, popularmente conocido como John Wayne, interpretó a un piloto mensajero que al transportar valiosas joyas sufre un accidente y queda varado en medio de la selva. Su esposa, encarnada por la actriz peruana Pilar Pallete, decide acudir en su búsqueda y rescatarlo. Al año siguiente, Armiño negro (1953), una producción argentina bajo la dirección de Carlos Hugo Christensen, narró la historia de María, una madre limense que intenta ocultar a su hijo las huellas de su difícil pasado, en el que la prostitución fue su principal remedio para aliviar sus carencias y sobrevivir. También L’Imperio del sole (1955), un filme italiano dirigido por Enrico Grass y Mario Craveri, impulsó notablemente las imágenes folklóricas de Perú, aludiendo a los estereotipos visuales que serían empleados para presentar al país andino en los medios y promocionar el turismo, tal como las tomas de Machu Picchu, la abundancia minera y algunas tradiciones indígenas.
Sin embargo, aunque las aportaciones extranjeras fueron constantes en su producción, existía una necesidad correspondiente única de la comunidad fílmica en Perú, que consistía en hacerse conscientes de la situación que su cine experimentaba; esto fue, aprender a observarse, pensarse y presentarse en pantalla. En medio de este ambiente surgió el primer cine club organizado en 1952 por Andrés Ruszkowsky, un académico de la Pontificia Universidad Católica y autor del libro Cinéma Art Nouveau. El objetivo del proyecto era fomentar el debate de los trabajos hasta entonces concebidos, así como el análisis de nuevas perspectivas que en ese momento también llegaban desde otros puntos del globo tal como las postulaciones del New American Cinema y más tarde la Nouvelle vague francesa y el Free Cinema inglés.
El nuevo espacio fue bautizado como Cine Forum, ahí se llevaron a cabo las primeras sesiones formativas en torno a la apreciación del cine, mismas que se sirvieron de la exhibición de filmes elegidos según criterios artísticos, tal como Dieu a besoin des hommes (Dios necesita de hombres, 1950), de Jean Delannoy; Rope (La soga, 1948), dirigida por Alfred Hitchcock; The man in the White Suit (El hombre del traje blanco, 1951), de Alexander Mackendrick; entre otros.
Desde otra perspectiva, la iglesia católica en Perú manifestó su interés en el desarrollo del cine al impulsar el surgimiento del Centro de Orientación Cinematográfica, labor encabezada por el Cardenal de Lima Juan Gualberto Guevara. Dicha institución se dio a la tarea de clasificar las películas nacionales e internacionales según su contenido a través de un boletín de calificación moral del cine.
En febrero de 1953, como resultado de una campaña organizada por la revista Letras Peruanas, fue fundado el Cine Club de Lima. La idea central del proyecto consistió en desarrollar una plataforma de apoyo para la difusión del “buen cine”. En este tenor, comenzó una temporada de proyecciones de filmes selectos, en la que Juegos Prohibidos (1951), de René Clement fue la película inaugural. Aquella ocasión, la función pública corrió cargo del periodista y crítico de cine Rodolfo Ledgard. Más adelante, otros títulos tuvieron espacio en las funciones que el club ofrecía semanalmente, entre algunos: Los olvidados (1950), de Luis Buñuel; La perla (1945), de Emilio Fernández; Cristo prohibido (1950), de Curzio Malaparte; y El trigo está verde (1954), de Claude Autant-Lara.
Casi al cumplir 48 meses de actividad, con el propósito de sumar más conocimiento a sus posturas de apreciación y generar una visión más amplia sobre la realidad fílmica en la región, el Cine Club de Lima solicitó el préstamo de películas a los archivos fílmicos de Brasil, Uruguay y Argentina. La experiencia sirvió de inspiración para los organizadores del cine club, quiénes idearon una nueva meta: conformar y procurar un acervo de cine propiamente peruano, mismo que hubiese sido reconocido bajo el nombre de la Cineteca Peruana. El resultado estaba enfocado en lograr la presencia y permanencia de los relatos peruanos como parte del patrimonio fílmico mundial, a través de los estándares de preservación de la Federación Internacional de Archivos de Filmes (FIAF). Sin embargo, Perú no consiguió integrarse a la comunidad cinematográfica internacional, pues la falta de rigor en tareas administrativas orillaron a una pausa en el calendario hacia el final de la década de los cincuenta. Hasta 1957, los intentos para reanimar el quehacer del club fueron intermitentes y sin resultados relevantes.
En 1955 el Foto Cine-Club del Cusco se sumó a la lista de centros enfocados a la difusión de la cultura fílmica emergente en la ciudad. De manera destacada, las actividades en torno a la apreciación fílmica, dieron origen a un grupo de teóricos y realizadores que en la parte complementaria de la década filmaron importantes documentales, hecho que el historiador Georges Sadoul bautizó como las producciones de la Escuela de Cusco. Son estos filmes los que instauraron la figura campesina como un punto de partida narrativo, ahondando en su condición indígena como llave de acceso a la configuración del universo andino.
Entre los exponentes de este grupo sobresalió Manuel Chambi, quien a lo largo de su trayectoria produjo documentales etnográficos, tal como el cortometraje Corpus del Cusco (1955), sobre los eventos en torno a la celebración religiosa conocida como Corpus Christi; así como Carnaval de kanas (1956) y Lucero de nieve (1957), que retrata la travesía de cerca de 30 mil peregrinos que se dieron cita al pie del nevado de Ausangate, mismo que escalaron como parte de un ritual de adoración de Qoyllur Riti o Estrella de la Nieve. Poco a poco estos filmes sumaron méritos y reconocimiento internacional, por ejemplo, el título de Mejor documental etnográfico otorgado por la Reseña de Cine Latinoamericano de Santa Margarita y algunas proyecciones en el Festival de Génova, en Italia.
Por otra parte, los largometrajes de ficción también formaron parte del trabajo de la Escuela de Cusco. Éstos tuvieron como principal cometido reivindicar la importancia de la cultura autóctona del país. En Kukulí (1961), de Luis Figueroa, la lengua quechua fue empleada para narrar una leyenda indígena situada en Paucartambo, en donde una joven llamada Kukuli emprende el camino rumbo a la fiesta de la Virgen del Carmen, en el trayecto conoce a Alako con quien entabla una relación. Al poco tiempo ambos acuden con un brujo para preguntar sobre su destino, pero la respuesta los atemoriza sin tener más remedio que aceptar las palabras que el viejo adivino les ofreció.
Después de cinco años llegó a Perú el estreno de Jarawi (1966), película dirigida por César Villanueva Dell´Agostini y Eulogio Nishiyama, también interpretada en quechua por la actriz huancaína Zoila Zevallos y el actor cusqueño Teodoro Núñez. La historia se basa en el cuento Diamantes y pedernales, escrito por José María Arguedas y relata cómo un terrateniente cusqueño es atraído por una joven limeña que ha llegado a sus tierras. Sin embargo, la disputa por el cariño de este adinerado caballero, será protagonizada por su antigua amada, quien recurre a la música para recuperar su amor.
En la recta final de los años cincuenta, la llegada de la televisión en Perú generó cierto impacto en el funcionamiento del cine como una industria de entretenimiento, pues el público tuvo la oportunidad de ver las películas desde sus hogares. El negocio daba un nuevo giro y evolucionó hacia la conformación de un sistema de estrellas televisivas con las que la audiencia se identificaba. Así, los filmes locales aprovecharon el reconocimiento de los histriones, incluyéndolos en los elencos para avivar el interés hacia la filmografía peruana.
Otro aspecto que tuvo un papel determinante en el resurgimiento del cine local, fue la inversión de un empresario conocido como Raffo, quien fundó los Estudios Raffo, un lugar en donde se apostó por adquirir equipo de vanguardia para asegurar la calidad de sus producciones. Entre estas considerables aportaciones y la dinámica impuesta por la televisión, se estrenó La muerte llega al segundo show (1958), de José María Roselló. Se trató de un film noir protagonizado por una famosa bailarina llamada Mara, donde las traiciones, seducción y la música en un ambiente “mambero”, se convierten en la principal línea narrativa. Lamentablemente, la película no conoció el éxito taquillero.
En los años sesenta fue decretada la Ley de estímulo con la finalidad de eliminar la cuota de exhibición imputada a producciones peruanas, de modo que al descartar dicho pago, las empresas internacionales, especialmente las provenientes de México y España, se empeñaron en lograr acuerdos para la realización de coproducciones con realizadores del Perú. De esta cooperación surgió la ficción mexicana-peruana, Un gallo con espolones (Operación ñongos) (1964), dirigida por Zacarías Gómez Urquiza, abanderando el género de la comedia musical con la actuación de Rodolfo Rey, Lorena Velázquez y Luis Aguilar. En la historia, un cantante llamado Luis adopta a su ahijado Toñito, mismo que después es secuestrado para exigir una gran suma de dinero.
Otro de los filmes que se estrenaron en Perú ese año fue Ganarás el pan (1964), ópera prima del cineasta Armando Robles Godoy, en ella cuenta la odisea de un joven que hereda una fortuna y para acceder a ella tiene que cumplir con una sola condición: recorrer todo el país. En el viaje, el protagonista entiende las distintas maneras en las que los ciudadanos peruanos sobreviven y trabajan para ganarse el pan de cada día. Casi tres años después, Robles Godoy dirigió En la selva no hay estrellas (1967), con un argumento en el que un hombre roba oro a una tribu amazónica y, en su huída a través de la selva, aprende a reconocerse a sí mismo. La importancia de esta producción reside en que generó nuevamente el impulso necesario para traspasar fronteras y ser internacionalmente reconocida, pues obtuvo La Medalla de Oro en el Festival Internacional de Cine de Moscú. Ya durante los últimos suspiros de la década, Godoy filmó La muralla verde (1969), ubicada en la ciudad de Tingo María , donde un hombre lucha por obtener los derechos de un predio en el que pueda vivir junto a su familia, sin embargo, en el proceso, las dificultades con las autoridades serán una constante.
De manera paralela al éxito obtenido por las producciones dirigidas por Armando Robles, otros filmes salieron a la luz, y aunque no consiguieron el mismo reconocimiento, si dejaron ver distintos matices en el intento de un resurgir para el séptimo arte peruano Tal fue el caso de Interpol llamando a Lima (1969), de Orlando Pessina, y en el mismo año, Nemesio (1969), de Oscar Kantor, película que contó con la actuación del actor Tulio Loza. Sin embargo ambas películas no obtuvieron un cálido recibimiento en taquilla.
Si bien, la década de los sesenta finalizó abruptamente con un gobierno militar en el poder. La segunda mitad de ésta, propició beneficios como el surgimiento de la revista Hablemos de Cine, en 1965, una iniciativa impulsada por Isaac León Frías y Federico de Cárdenas, y de la que fueron partícipes cineastas como Nelson García, José Carlos Huayhuaca, Augusto Tamayo San Román y Francisco Lombardi. También, fue abierta la Cinemateca Universitaria del Perú, y tan sólo un año después, se organizó por vez primera un taller de cine, seguido del comienzo de un programa de cine y televisión en la Universidad de Lima.
Finalmente en 1972, Armando Robles Godoy se consagró como uno de los cineastas más prolíficos de la época, al estrenar Espejismo (1972), filme con el que se hizo acreedor a una nominación al Globo de Oro, como Mejor película extranjera, además de consagrarse ganadora del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias (FICCI) y el Festival Internacional de Cine de Chicago. El relato que estructuró la película es sobre la travesía de un joven en los arenales de Ica, en donde ha heredado una vieja casona, pero desconoce quiénes eran sus antiguos dueños.
Durante los años setenta aparecieron en Perú las películas segmentadas en una narración episódica, también conocidas como películas antológicas o filmes ómnibus. El nuevo formato cinematográfico acaparó el gusto de gran parte del público, pues basó sus relatos en situaciones que generaron empatía con el sentir de la población peruana al retratar algunas de sus costumbres populares, el uso del lenguaje coloquial, escenarios y situaciones familiares de la identidad limeña. Cuentos inmorales (1978), fue uno de los primeros ejemplos de esta hechura: un compendio de cuatro historias entrelazadas, el primero Intriga familiar, dirigido por José Carlos Huayhuaca, con la historia de un niño que tiene su primera experiencia sexual al observar el cuerpo de las mujeres que viven con él. Luego, Mercadotecnia o las desventuras de Mercurio, por Augusto Tamayo San Román, en donde un joven, también limeño, asiste a un curso para aprender técnicas de persuasión, sin embargo, al intentar llevar a la práctica sus conocimientos, este fracasa rotundamente.
El tercer capítulo de esta serie se titula Los amigos, bajo la dirección de Francisco Lombardi, quien se encarga de relatar a manera de crónica un reencuentro de cuatro amigos en medio del ambiente de bohemia en una cantina. Finalmente El príncipe, de José Luis Flores Guerra, hace referencia a un delincuente que a través de sus dotes de liderazgo consigue el reconocimiento de algunos pobladores, aún así, no tarda mucho en caer preso.
Más tarde, el mismo método de realización por capítulos fue empleado en Aventuras prohibidas (1980), tres filmes que plantean una reflexión sobre aquellos objetos y conductas consideradas como algo prohibido. La producción contó con la actuación de figuras como Pilar Brescia, Monique Pardo, Joaquín Romero Salazar, entre otros. Ya en la década de los años ochenta, la etapa de los filmes ómnibus concluyó con Una raya más al tigre (1981), dirigida por Oscar Cantor, Christine y Kurt Rosenthal. Sin embargo, esta producción, no consiguió establecer un argumento unificador que diera sentido consecutivo a sus tres episodios.
En 1982 surgió el Grupo Chaski como una Asociación Civil sin fines de lucro, que ante todo, buscó hacer un cine social dedicado a tratar temas relevantes del contexto social, como la migración, la pobreza, los niños y jóvenes abandonados, así como el rol de la mujer. Todo eso, a través de documentales y docuficciones en los que se presentaron pequeñas historias y personajes con el propósito de cimentar un vínculo de identidad entre el público. En un principio, el colectivo fue conformado por Alejandro Legaspi, Fernando Espinoza, Stefan Kaspar, Marita Barea y Fernando Barreto, todos con el firme propósito de servir al desarrollo cultural del país.
La película que por primera vez imprimió el sello de identidad del Grupo fue el documental Miss Universo en el Perú (1983), codirigida por los integrantes del grupo, manifestando su postura crítica mediante la denuncia de mujeres respecto a la realización de un concurso de belleza, pues en ese momento, el país atravesaba por una crisis económica, social y política, y el gobierno invirtió fuertes sumas de dinero para llevar a cabo dicho evento. Así, el contraste en la vida de las mujeres, tanto peruanas como de distintas nacionalidades, conformó el mensaje principal del filme.
Al año siguiente filmaron Gregorio (1984), bajo la dirección de Fernando Espinoza, película que se centra en los problemas derivados de la situación de pobreza en el país. En la historia, Gregorio es un niño indígena que migra de un pueblo en los Andes para vivir en la ciudad. Las diferencias en el estilo de vida, se presentan como un reto continuo en el desarrollo del niño, que tendrá que superarlo para poder sobrevivir en medio del caos y la violencia que caracterizan a su nueva localidad. Dos años después, Juliana (1986), de Fernando Espinoza y Alejandro Legaspi, retrató la vida de las pandillas juveniles, siendo la protagonista, una niña que se hace pasar por varón para formar parte de grupos de ladrones. Juliana logra su objetivo y a partir de ese momento su vida transcurre entre robos y persecuciones.
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Casi al llegar al final de la década, se presentó La boca del lobo (1988),dirigida por Francisco lombardi, sobre los enfrentamientos entre las fuerzas del orden peruanas y el movimiento subversivo Sendero Luminoso. Ubicada en Chuspi, la película se extiende hasta la llegada del oficial militar Iván Roca, que se introdujo como un oponente casi invencible para los combatientes rebeldes liderados por Vitín Luna.
Más adelante, realizadores como Oswaldo Carpio, Susana Pastor y René Weber se incorporaron a las filas del colectivo. Además de las proyecciones en salas de cine, se sumaron los eventos organizados por los miembros, tal como funciones en la calle, plazas centrales de los barrios o en alguna casa, para después animar a la reflexión sobre el contenido. De manera que, el grupo recorrió distintas latitudes del territorio nacional.
Casi al concluir el siglo XX, la cinematografía peruana vivió un vasto proceso de crecimiento, en el que, entre otros logros, generó un fuerte vínculo con el público a través de las películas antológicas, y dio espacio para hablar de lo indígena a través de documentales y docuficciones etnográficas. Por otra parte, propuso historias como herramienta de denuncia social y reafirmó el rol del séptimo arte como un recurso para enunciar nuevas posturas críticas; invitar a la discusión y enriquecer el conocimiento. Impuso lo diverso como un sello identitario. Así, al concluir la década de los años ochenta, el cine peruano se perfiló para dar otro salto y continuar su historia.
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