Luciano Monteagudo

La palabra justa - por Roger Koza

El impresionismo es la triste lingua franca de la retórica oficial de la crítica de nuestro tiempo. Se escribe un parecer, a veces con indesmentible elegancia, y esa legítima pero limitada sensación que se produce frente al estímulo, un filme, adquiere la figura de un silogismo. Es decir, un crítico puede asir una forma de expresión capaz de traducir el propio gusto y el sentimiento inducido por un plano en un grupo de palabras que despiertan en el lector una hermosa seducción. La persuasión que se desprende de algo bien escrito es inobjetable, a tal punto que en ocasiones el placer retórico del texto disimula la insustancialidad de las ideas que se enuncian en él. Sin embargo, sería injusto hacer equivalentes insustancialidad e impresionismo; un impresionista puede suscitar emociones estéticas en sus lectores y asimismo colaborar mediante su descripción a apreciar un film de otro modo. El crítico impresionista puede ser más o menos interesante, pero su labor está delimitada por ese núcleo al que se le otorga
hoy una importancia exacerbada: el yo.

El punto de partida de cualquier crítico es su impresión, pero no necesariamente debe ser esta la principal cualidad de su camino metodológico ni el destino de su texto. La singularidad de su voz no se pone en juego si su escritura remite exclusivamente a sus impresiones. La voz de un crítico no es solamente la voz del yo y sus impresiones. En esa voz resuena una tradición, como también otras
fuerzas externas que pueblan la porosa zona de enunciación de todo texto. Los grandes críticos son aquellos que se disponen a ser investidos por todo aquello que los excede; la paradoja consiste en dejarse arrastrar por ese murmullo indetenible de orientaciones, discursos y memorias y aún así identificar una perspectiva, la que nace de ese fragmento indivisible que es la identidad difusa de un escritor.

Luciano Monteagudo pertenece a esa notable comunidad de críticos que habla en su nombre sin dejar de ser interpelado por la tradición (o tradiciones) en las que se ha formado y a su vez ha sido invitado a participar. Cuando él escribe, también escriben Bazin, Daney, Sarris y Cozarinsky, por citar nombres que atraviesan como fantasmas su escritura aguda; cuando escribe sobre un filme, también se evoca una
historia del cine, una maniobra retórica distintiva que disipa la vehemencia de la enunciación ahistórica, subsumida al mero presente y al yo sin referencias. En este reciente pasaje se siente por completo un estilo, una herencia y una posición. Esto decía Monteagudo de un filme hermoso y embarazoso. En Cannes, un día después del estreno mundial de El libro de la imagen (Le livre d’image, 2018) de
Jean-Luc Godard, Monteagudo escribió:

Y si el cine es para Godard una máquina de pensar, ¿en qué piensa El libro de imagen? En principio, en todo aquello en que Godard ha venido reflexionando desde Film socialismo, presentada aquí mismo en Cannes hace ocho años: en las guerras, en la identidad de Europa, en su pasado, en su incierto futuro. Y luego en la relación de Occidente con el mundo árabe, una cuestión que siempre lo preocupó, desde que con el grupo Dziga Vertov hizo el clásico Ici et ailleurs (1976), donde contrastaba las vidas de dos familias, una francesa y otra palestina.

¿Y cómo lo hace? En sus propias palabras, con “una historia en cinco capítulos, como los cinco dedos de una mano”. Las manos son el leitmotiv de El libro de imagen desde las primeras imágenes, cuando se ven las de un montajista manipular en la moviola un rollo de 35 mm. “Es una condición del hombre, pensar con las manos”, dice Godard, claramente asumiendo su condición de cineasta. Y de montajista, porque la idea de montaje es esencial, constitutiva de su film. Esos capítulos como dedos de una misma mano irán dando paso a distintas asociaciones, que pueden parecer libres –y sin duda lo son, en más de un sentido— pero que también van tejiendo un discurso.

Los dos párrafos son conspicuos por el conjunto de capas de lecturas que intervienen sobre el objeto. El conocimiento de la historia del cine está implícito; la conjetura de que el texto del filme se duplica en la puesta en escena es un método de análisis que remite a una tradición (baziana) y que se atiene a reconocer la física del filme, más allá de los pareceres de Monteagudo. No significa que la emoción estética prodigada por El libro de la imagen esté ausente del texto; está elidida, sin que resulte una
insuficiencia del texto, pues el espíritu del texto está definido por esa emoción, no sus signos. Dicho de otro modo, la crítica de cine que practica Luciano Monteagudo es justa. Son justas palabras para un filme, parafraseando a Godard. Por su exactitud y porque hacen justicia.

La precisión es la virtud microscópica del discurso analítico de Monteagudo. En sus críticas no se confunde jamás el rigor con la avaricia o la caridad. Si un filme merece un elogio se busca laboriosamente un modo de describir el triunfo de un plano; lo mismo sucede cuando se trata de un filme cuya ampulosidad pasa por proeza estética o corrección política por valía semántica. He aquí un ejemplo:

Capharnaüm tiene todo lo que se necesita para ganar el Oscar de Hollywood a la mejor película extranjera, y por qué no, también el premio mayor de Cannes: niños de la calle, inmigrantes ilegales, miseria extrema, violencia doméstica, abuso de niñas menores. La directora de la comedia aleccionadora Caramel (2007) y de la alegoría político-musical ¿Y ahora a dónde vamos? (2011), ambas presentadas aquí en Cannes, pero fuera de concurso, decidió oscurecer su paleta de colores y poner música grave a sus imágenes. Quizás varios de los integrantes del jurado descubran aquí –por primera vez, en el lujo de Cannes– cómo se vive y se muere en la miseria y esa impresión los lleve a otorgarle a Capharnaüm el premio mayor. La última palabra, sin embargo, todavía no está dicha.

Ambos textos citados han sido publicados en Página 12, diario de Buenos Aires que se ha caracterizado por convocar a las mejores plumas en materia de crítica. Monteagudo ha sido el jefe de la sección dedicada al cine, y el amable “director” y centinela de una tradición que se ejerce en ese diario a la hora de escribir sobre cine. Monteagudo ha cubierto para ese diario crónicas desde Cannes, Berlín, Venecia,
Locarno y otros festivales, al igual que los eximios colaboradores que él ha incluido en el staff, críticos de distintas generaciones que sostienen un perfil y una política de los autores en la crítica de cine.

Como sucede con muchos críticos de cine, Monteagudo ha sido un magnífico programador de festivales de cine. Trabajó en el BAFICI en el tiempo en que ese festival porteño fue la luz cinéfila del mundo. Por 17 años, además, tuvo a su cargo el diseño estético general de la Muestra Internacional de Cine Documental conocida como Doc Buenos Aires. En ese festival, los argentinos y los latinoamericanos
supieron por primera vez de la existencia de Wang Bing, el máximo exponente junto a Jia Zhang-ke de la Sexta Generación de cine chino. ¿Por qué importa ese “descubrimiento”?

Monteagudo, como curador, siempre ha sido un sismógrafo. Supo leer de inmediato dónde estaban resonando las nuevas voces del cine, y también supo que cualquier aerolito cinematográfico tiene que entrar en relación dialéctica con todo lo que lo antecede. En efecto, quien se tome el trabajo de leer la programación del Doc Buenos Aires hasta 2017 podrá inferir cómo piensa Monteagudo el cine desde el
presente, al tiempo que establece un lazo insustituible con el pasado. Si hay algo enteramente nuevo y, eventualmente, valioso, será en tanto un filme establezca una distancia y una tensión con la tradición que dé como evidencia una diferencia. Lo mismo debe decirse de su ya casi mítica tarea como director artístico de la Sala Lugones del Teatro San Martín. En las numerosas décadas a su cargo, cineastas, cinéfilos y críticos han aprendido a comprender el cine contemporáneo y la historia del cine. He aquí un efecto estético insustituible de su trabajo. Sin lo que él nos enseñó indirectamente en la Lugones, probablemente no existiría el cine argentino y la crítica de cine tales como los conocemos hoy en Argentina. ¿Una exageración? ¿Un juicio hiperbólico? Creo que muchos colegas dirían exactamente lo mismo. En este caso, el exceso tiende a la verdad, una excepción a la regla. Monteagudo es aún “joven”, pues un crítico de cine de 60 años lo es, ya que está en actividad, como crítico (Página 12) y programador (Sala Lugones y Berlinale), pero tras más de cuatro décadas de destacada labor profesional, otorgarle el reconocimiento que merece no es otra cosa que naturalizar en un premio la
admiración de sus lectores y colegas. Para toda una generación de críticos (y programadores), la palabra de Monteagudo ha sido una fuente de orientación y clarividencia. Con él, muchos de nosotros nos hemos formado. ¿Quién de nosotros no ha esperado la reseña del jueves, los informes desde Cannes y la presentación de un ciclo en la Lugones? La justa palabra de Monteagudo es la palabra que falta. Palabra
justa que aquí encuentra justicia.