La música y el cine mantienen una estrecha relación que ha evolucionado a través del tiempo. Desde la época de las películas mudas, éstas eran acompañadas en sus proyecciones por músicos que interpretaban piezas en vivo, sin embargo, un aporte más sustancial tuvo lugar cuando la música se convirtió en un elemento determinante en la articulación de los relatos, ya no solo como acompañante, sino también como una guía de la narración. Para abordar esta comunión visual-sonora desde el caso argentino, es preciso remitirnos a los origines de la corriente musical más representativa del país: el tango.
Aunque no hay un dato histórico preciso respecto a la fecha en la que surgió el tango, es sabido que es el resultado de una fusión de ritmos provenientes de distintas latitudes, que se encontraron en los puertos argentinos a mediados del siglo XIX, siendo las ciudades de Buenos Aires, Rosario y Montevideo, en Uruguay, los focos de crecimiento de este género que se desarrolló a la par de la sociedad conformada por criollos e inmigrantes.
Poco a poco, la ejecución de esta música animó al baile y pronto se convirtió en una práctica popular de los barrios porteños, sin embargo, este género era mal visto por la nobleza argentina, desaprobado por la iglesia y penado por la policía. Esto cambió cuando el tango llegó a París y fascinó a los europeos, con ello se constituyó como una expresión clave en la internacionalización cultural de Argentina y finalmente fue aceptado por la clase alta del país. No pasó mucho tiempo para que el tango se expandiera en popularidad, y en las dos primeras décadas del siglo XX logró conjugar ritmos como pasodoble, el vals, las polkas, milongas, fandangos, etc.
Desde 1920 el tango comenzó a ganar espacios al ser ejecutado en plazas públicas, cafés, teatros, etc. Así, un referente cultural de Argentina estaba en boga, y en esos años de auge tuvo su encuentro con el cine, que más tarde sería el componente principal de numerosos éxitos de taquilla con figuras y artistas de renombre, cantantes, músicos y poetas, que desembocaron en la edad de oro del cine argentino entre 1930 y 1950, para posteriormente experimentar su declive en la década de los años sesenta.
Algunos relatos acerca de la historia del tango en el cine cuentan sobre aquellas funciones de películas mudas sonorizadas con la interpretación musical en vivo por parte de algún artista. Uno de los ejemplos más representativos, y al que algunas versiones históricas apuntan como la primera incursión del tango en una función de cine, es Tango Argentino, realizada entre 1900 y 1906 con la participación de un personaje conocido como Payaso Agapito, un asistente del actor uruguayo José Juan Podestá.
Aunque gran parte de los materiales filmados durante la primera década del siglo se encuentran desaparecidos, se tiene registro de ciertas películas que permiten un mapeo de la actividad fílmica durante aquellos años. Por ejemplo las labores de la empresa productora Casa Lepage, fundada en 1891 por el belga Enrique Lepage, quien fue sucedido por el austríaco Max Glûcksmann en 1908. En los comienzos de la segunda década del siglo, bajo esta administración, se produjo una serie de cortometrajes de ficción que realizaban a partir de una pieza musical que se escuchaba de fondo al momento de filmar.
Si bien estas producciones no alcanzaron gran difusión, si dieron por sentado que el tango y la faceta musical de Argentina serían un elemento clave en el crecimiento de la industria cinematográfica. Muestra de ello es que al llegar el primer éxito de taquilla a nivel nacional, Nobleza gaucha (1915), algunas de las escenas características de ésta ya incluían a parejas bailando en el famoso Armenonville, un reconocido cabaret bonarense. A pesar de que en la copia del filme que se conserva estas imágenes no aparecen, se tiene conocimiento de que el compositor uruguayo, Francisco Canaro, fue el autor del tango homónimo que distinguió a la película dirigida por Ernesto Gunche, Humberto Cairo y Eduardo Martínez de la Pera.
En 1916 comenzaron a surgir figuras emblemáticas de la cinematografía nacional con los que por primera vez el público argentino se identificó en sus prácticas y personalidad, tal es el caso de la película Resaca (1916), de Atilio Lipizzi, basada en la obra escrita por Alberto Weisbach en donde por primera ocasión se presentó el popular personaje conocido como El Cachafaz, que apareció en algunas escenas con bailarines ejecutando sus mejores pasos de tango. Por otro lado, el filme Federación o muerte (1917), de Gustavo Caraballo, puso a cuadro a famosos payadores y compositores como el artista Arturo Nava, quien recorrió gran parte del territorio argentino interpretando canciones del género conocido como canción rural, además de desempeñarse como bailarín y actor de espectáculos circenses. El largometraje Flor de durazno (1917), dirigido por Francisco Defilippis Novoa, es otra de las películas destacadas de este periodo.
Una de las inclinaciones temáticas más características de los relatos cinematográficos con base en piezas musicales fueron las llamadas historias fatalistas, es decir, aquellas que presentaban protagonistas con retos impuestos por su situación social, tal como el deseo de superación que cada vez parecía más limitado por la pobreza o el abuso de poder de otros personajes de la historia. Entre algunos ejemplos de esta corriente se encuentra Violeta o La Reina del tango (1918), de Juan Glize y Vicente Marracino, que narra la trayectoria de una mujer de bajos recursos y la manera en que se convierte en una importante artista de la escena del tango.
Otros títulos que guardan relación con este tema son El tango de la muerte (1917), de José Ferreyra y Milonguita (1922), dirigida por José Bustamante y Ballivián, inspirada en el tango homónimo compuesto por Samuel Linning. También se encuentra La muchacha del arrabal (1922), de José Ferreyra, todas ellas acompañadas de la instrumentación en vivo de las piezas de tango que en su mayoría fueron el punto de arranque de la producción fílmica de sus historias.
Se suman a estas películas Melenita de oro (1923), de José Agustín Ferreyra, con una historia inspirada por la música compuesta por el argentino Carlos Vicente Geroni Flores, y nuevamente el letrista uruguayo Samuel Linning. Dos años más tarde, Ferreyra dirigió El Organito de la tarde (1925), a partir de un tango del mismo nombre compuesto por José González Castillo y Cátulo Castillo. Lo mismo sucedió en 1927, cuando realizó Perdón, viejita, motivado por la composición de Osvaldo Fresedo y José Saldías.
Por otra parte, el crecimiento de la industria y la fascinación por el cine motivó a nuevos realizadores a que se sumarán a la escena fílmica del país: personajes que empezaron como aficionados y que se formaron en la práctica, los llamados artesanos del cine argentino. Resultado de esta vertiente se refleja en Tu cuna fue un conventillo (1925), de Julio Irigoyen, que describe la convivencia en un convento habitado por casi cuarenta familias, dando muestra de los usos y costumbres de los barrios porteños y la interacción entre criollos e inmigrantes europeos.
Así mismo, La borrachera del tango, (1928), de Edmo Cominetti, contaba la historia de una familia que entró en conflicto a causa de las diferencias entre sus dos hijos, uno inclinado a la fiesta y las noches de cabaret, y el otro un prometedor ingeniero. También destaca Mi alazán tostao (1922), del realizador de origen italiano Nelo Cosimi, que relata la manera en la que Amancio, hijo de un reconocido abogado argentino, busca obtener la atención y cariño de la joven Eulalia, por lo que impide el desalojo del rancho familiar en el que vive.
Aunque hasta la segunda mitad de la década de los años veinte el tango y la música porteña se habían adjudicado una personalidad mayoritariamente empática con los barrios pobres y la vida nocturna de las cantinas y los cabarets, no todo estaba dicho y aún quedaba mucho por explorar desde el terreno musical, lírico y narrativo que se formó entre el cine y el tango. Faltaba poco para que el más grande detonante de esta relación artística aconteciera con la llegada del sonido.
El sonido abrazó por primera vez al cine argentino en 1931, año en el que se estrenó la película Muñequitas porteñas, de José Ferreyra, quien empleó el conocido sistema de audio Vitaphone, que consistía en dos espacios de grabación en el set: uno dedicado al registro del negativo de la imagen y otro enfocado a la captura del sonido a través de un amplificador y un disco de vinilo. La desventaja principal al usar este sistema de filmación sonora se suscitó en el momento de la proyección al ser enormemente complicado lograr una sincronía entre la imagen y el sonido, pues habían sido registrados en soportes diferentes.
Sin embargo, dos años después la narración cinematográfica sonora en Argentina se consolidó cuando al fin apareció el sonido óptico y fue empleado en ¡Tango! (1933), del realizador Luis Moglia Barth. Esta película, que cuenta la historia de un triángulo amoroso entre un cantante de tango, la mujer que lo abandona y aquel personaje adinerado al que ella acude, impulsó en un inicio la carrera de algunas personalidades del cine nacional, tal como la actriz y cantante Libertad Lamarque, el compositor y actor Alberto Gómez, también conocido como el Pingo de Lomas, el músico Juan de Dios Filiberto, Tita Merello, entre otros.
También, a partir del uso de esta nueva tecnología de filmación sonora llamada Movietone entró en actividad la productora Argentina Sono Film, fundada por el italiano Luis Angel Mentasti. La empresa, que inició su trayectoria al producir ¡Tango!, posteriormente se encargó de la realización de otros títulos como Dancing (1933) y Riachuelo (1934), ambas bajo la dirección de Moglia Barth. Por otro lado, produjo El alma del Bandoneón (1935), dirigida por Mario Soffici. Así, durante poco más de medio siglo, Sono Film gestó numerosas películas sin dejar un año en blanco en el registro de su filmografía, la cual siguió sumando producciones hasta la década de los 90. Después, tras una serie de cambios administrativos, la productora se integró a una empresa televisiva junto a la que actualmente coproduce algunos títulos.
En la medida en que el cine sonoro se esparció por toda la Argentina y gran parte de América Latina, se afianzó un vínculo entre las nuevas experiencias narrativas y el público a partir del nuevo aporte de la música en los filmes, principalmente en el desarrollo de relatos de romance y tragedia, mismos que ahora tenían su base en las canciones de tango, es decir, las letras también contaban historias que ahora ya podían ser apropiadas por los directores, cantantes y actores de la época. De manera considerable, el rol de los compositores argentinos dirigió su enfoque al desenlace que sus obras tendrían en la pantalla y se implementó una idea sobre pensar y crear la música y las letras de una manera cinematográfica. Este rasgo impulsó notablemente al cine nacional para que alcanzara su época de oro, no solo gracias a los músicos que ofrecieron las piezas y canciones más memorables, si no también a las voces que les dieron vida frente a los espectadores.
A la par, algo muy interesante ocurría entonces con el público argentino; si bien aceptaban y consumían los contenidos provenientes de Europa y Estados Unidos, los espectadores manifestaron su deseo por ver y escuchar más sobre ellos en el cine nacional, querían reconocer los lugares de sus pueblos, escuchar su acento en los diálogos de los personajes, sentir la música con la que se identificaban en ese momento.
Para entonces, el panorama fílmico ya destacaba un par de nombres fundamentales, se trataba de Carlos Gardel y Libertad Lamarque, dos artistas que además de cautivar a las audiencias argentinas, también se encargaron de catapultar la imagen del cine nacional a otros países, que a pesar de su lengua, adoptaron con gusto el trabajo de estos exponentes.
En 1917 Carlos Gardel irrumpió en la escena como actor de la película Flor de durazno, para entonces ya era reconocido en los barrios porteños debido a sus presentaciones como parte del dúo que conformó junto al uruguayo José Razzano y, posteriormente, como solista. El mismo año que debutó en el cine también se consagró como un reconocido cantante de tango al grabar la canción que es considerada como una de las primeras y más importantes creaciones del género: “Mi noche triste”. Carlos Gardel tuvo una prolífica carrera convirtiéndose en uno de los grandes íconos del cine y la música Argentina, cosechando por casi veinte años una serie de éxitos y nuevos logros a nivel internacional, que incluyen presentaciones en teatros de renombre en Argentina y Uruguay. También grabó más de 700 canciones, sumando aquellas que fueron inspiración para películas argentinas y para la industria de Hollywood y de Europa.
Sus primeras apariciones durante la etapa inicial del cine sonoro argentino ocurrieron entre 1930 y 1932 en una serie de cortometrajes bajo la dirección de Eduardo Morera. En cada una de estas producciones de breve duración, destacó un dato importante sobre la música y sus letras, pues todas eran homónimas al nombre de las canciones que dirigían el curso de las historias presentadas. Algunos de estos títulos fueron Mano a mano; Tengo miedo; Viejo Smoking; Rosas de otoño y Añoranzas.
Al comenzar la segunda etapa del sonoro con el sistema de filmación sincronizada Movietone, la figura de Carlos Gardel ya había ganado gran popularidad en Norteamérica y Europa, por lo que tuvo la oportunidad de filmar nuevos largometrajes en el extranjero, principalmente en Francia y en Estados Unidos. En esta etapa de su carrera artística, Gardel protagonizó filmes como Las luces de Buenos Aires (1931), del chileno Adelqui Migliar; La maison est sérieuse (1933), dirigida por Lucien Jaquelux; Melodía de arrabal (1933), Cuesta abajo (1934) y El tango en Broadway (1934), las tres de Louis Gasnier; y El día que me quieras (1935) y Tango Bar (1935), ambas de John Reinhardt. Estas fueron las últimas producciones que contaron con la participación del cantante, puesto que ese mismo año falleció en un accidente de aviación en territorio colombiano.
Cuatro años después de la muerte de Gardel, el director Alberto Zavalia realizó el filme La vida de Carlos Gardel, un musical biográfico con Hugo del Carril en el papel protagónico. Del Carril era un cantante y actor argentino que comenzó a resaltar en el medio tras interpretar al ícono del tango. En la década de los 40 su participación en otras producciones lo llevó a trabajar a lado de figuras ya consagradas y a sumar experiencias en su carrera profesional hasta convertirse en guionista, director y productor de algunas películas representativas del cine nacional en la segunda mitad del siglo XX, tal como El último payador (1950), Buenas noches, Buenos Aires (1964), El canto cuenta su historia (1976), entre otras.
Por otro lado, Libertad Lamarque fue una de las voces y de las caras más reconocidas del cine argentino a nivel internacional. Una vez que comenzó su carrera en ¡Tango! (1933), le siguieron producciones como Ayúdame a vivir (1936) y La ley que olvidaron (1938), ambas de José Ferreyra; Madreselva (1938), de Luis César Amadori; Puerta cerrada (1939), bajo la dirección de John Alton y Luis Saslavsky; La casa del recuerdo (1940), dirigida por Saslavsky y La cabalgata del circo (1945), de Mario Soffici y Eduardo Boneo.
En 1946 Lamarque llegó a México, justo a tiempo para integrarse a las producciones que caracterizaron la época de oro del cine mexicano, actuando junto a Pedro Infante, Pedro Armendáriz y Jorge Negrete. Algunos de los comentarios de la crítica en aquellos años, resaltaron la naturalidad con la que la actriz argentina encarnaba los papeles de madres con una actitud valerosa, proyectando coraje y seguridad. Fue debido al trabajo que Libertad Lamarque realizó fuera de Argentina el que la convirtió en uno de los rostros más conocidos del cine latino, en el cual trabajó hasta inicios del 2000.
A mediados del siglo XX, ya se cumplían 104 años desde sus inicios en Argentina, treinta y cuatro desde el primer éxito de taquilla nacional, y casi veinte años desde el primer filme realizado con sonido sincrónico. Para 1950 también se cumplieron quince años de la muerte del ícono del tango Carlos Gardel; por su parte, Libertad Lamarque se encontraba trabajando en México y Hugo del Carrillo apenas se adentraba de lleno a la dirección tras haber debutado como realizador con Historia del 900 (1949), una narración acerca de los planes de venganza de un hombre que regresa a Buenos Aires para saldar cuentas con los asesinos de su hermano, pero en el acto se reencuentra con la mujer que alguna vez fuera su amor de juventud.
Las décadas que conformaron la segunda parte del siglo ya no vieron en el tango aquel detonante que había conectado con el público y que concedió el reconocimiento internacional a las producciones argentinas. Cada vez más, el enfoque con el que las nuevas producciones abordaban el tema parecían hablar de un mundo pasado que apenas se resistía a perdurar en algunos nombres y lugares. Aquella época dorada del cine y el tango, había terminado.
Quizá algunas de las causas que menguaron los mejores años del tango en el cine, fueron los estragos económicos e industriales que dejó la Segunda Guerra Mundial, el esparcimiento de figuras argentinas a la cinematografía internacional como consecuencia de las políticas de censura de Perón, pero principalmente la evolución del público que ya no se encontraba tan asombrado por lo sonoro y seguía recibiendo producciones provenientes de otros países que, como México, vivían su mejor etapa.
No obstante, llegaron nuevos títulos que, aunque hacían referencia al carácter musical, también se entrelazaron con las novedades políticas y artísticas vigentes en ese momento. Por ejemplo, El último payador (1950), dirigida por Homero Manzi y Ralph Pappier, relata algunos aspectos de José Bettinotti, un mítico personaje de la música argentina, al tiempo que articula ciertas referencias a la situación política aconteciente en el país. Es con esta película que nos podemos referir al cierre de la predominancia tanguera en el cine argentino, pues en ella las piezas musicales ya no abundan a lo largo de la historia, más bien son empleadas en segundo plano y sólo destacan en momentos específicos para los propósitos de la narración.
Ese mismo año se estrena El morocho del abasto: La vida de Carlos Gardel (1950), un relato biográfico del tanguero más reconocido de Argentina que sin ser meramente un documental, encuentra la manera de abordar el tema desde el drama y el musical. Más tarde, Lucas Demare dirigió Mi noche triste (1951), en ella cuenta la vida de un hombre llamado Pascual que se enamora de una cantante de tango y abandona su hogar y su familia para emprender una nueva vida con ella, sin embargo, al poco tiempo la cantante lo rechaza y él vuelve a casa.
Durante la década de los 60 Hugo del Carril dirigió y protagonizó La calesita (1963), una producción que en principio pretendía difundirse como una miniserie de televisión, para luego convertirse en un largometraje que, a través de la figura simbólica de un calesitero que recuerda su vida, recorre algunos episodios de la historia de Argentina. En 1970, Enrique Carreras dirigió la película Amalio Reyes, un hombre, en la que de igual manera, emplea el tango de forma discreta y en escenarios específicos, por ejemplo en una escena desarrollada en el interior de una cantina en la que se escuchan melodías tangueras que anteceden una pelea entre dos hombres.
Es importante mencionar que el enfoque otorgado al tango en el cine también cambió en lo narrativo y lo técnico, un ejemplo de ello fue el de la identidad urbanizada que adquirió, por lo que escuchar una melodía relacionada con este género ya no solamente remitía a un ambiente porteño, de cabaret o cualquier otro espacio que anteriormente se ligaba a esta música, ahora también podía emplearse en las historias que se desarrollaban en ciudades y que incluían a personajes de la capital. Ejemplo de ello es Esta es mi Argentina (1974), un documental dirigido Leo Fleider que se encarga de hacer un recorrido por distintos paisajes de Argentina para hablar de su historia, su cultura y música, incluyendo por supuesto al tango.
A casi diez años de que concluyera el primer siglo de vida del cine argentino, se estrenó Las veredas de Saturno (1986), del director Hugo Santiago, con la historia de un bandoneonista de nombre Fabián Cortés que vive exiliado en Europa y busca la manera de volver a su país. En 1990 se estrena Tango desnudo, de la mano del director Leonard Schrader, ambientada en la Argentina de 1920, que narra un episodio en la vida de Estefanía una mujer que se hace pasar por una joven polaca para escapar de su pareja, sin saber que al hacerlo sería forzada a trabajar en un prostíbulo, donde finalmente conoce a un amante del tango con quien comienza una relación muy peculiar.
Posteriormente se estrenó Tango feroz: la leyenda del Tanguito (1993), de Marcelo Piñeyro, un filme biográfico sobre el popular personaje del rock nacional conocido como “Tanguito” y su actividad durante los años de dictadura. Por otra parte, Adiós abuelo (1996), dirigida por Emilio Vieyra y protagonizada por el cantante Jairo, cuenta cómo un músico de tango adopta a un niño que proviene de una situación familiar complicada.
Finalmente, para concluir la actividad fílmica del siglo XX, la película del director español Carlos Saura, Tango (1998), se convierte en el primer musical argentino nominado a los Premios de la Academia en Estados Unidos, justo doce años después de que La historia oficial (1985), de Luis Puenzo, se convirtiera en la primera película argentina en obtener un Óscar en dicha ceremonia. El largometraje se caracterizó por las coreografías y el manejo de cámara que empleó elementos que consiguieron captar la atención y el gusto del público, con esto podría hablarse nuevamente de una evolución en la forma de realizar cine desde el género musical que a lo largo del siglo había experimentado distintos cambios.
Para el 2001 se estrenó Rodrigo: La película, de Juan Pablo Laplace, sobre algunos aspectos relevantes de la vida del cantante cuartetero Rodrigo Alejandro Bueno, popularmente conocido como “El Potro”, a través de una ficción que cuenta las anécdotas de una adolescente con problemas personales y la manera en la que se relaciona con la personalidad y las canciones del músico. También se encuentra Bar El chino (2003), de Daniel Burack, sobre Martina, quien desea filmar un documental acerca del mítico bar que albergó algunas de las leyendas del tango y sus noches bohemias.
En esa misma línea de mirada al pasado se encuentra el documental El último aplauso (2009), dirigido por Germán Kral, que narra los eventos que sucedieron después del cierre del legendario Bar El chino y las adversidades que enfrentaron algunos cantantes de tango que solían presentarse en aquel recinto que cerró sus puertas en 2001. Finalmente la película Fermín, glorias del tango (2014), de Hernán Findling, propone la historia de una persona que sufre un trastorno mental y logra comunicarse mediante las letras y los títulos de las canciones de tango.
Al mirar el recorrido histórico de la cultura argentina, la relevancia del tango resulta innegable. Las maneras en las que este evolucionó hasta alcanzar nuevos territorios y estratos sociales dan cuenta de los alcances de la música como lenguaje e instrumento narrativo, que además de responder a una estética, compagina con la realidad política y social de cada época. Es así que una de las cinematografías más prominentes de Latinoamérica, como lo es la de Argentina, aún conmemora de muchas formas el legado que dejó aquella época de oro del cine y tango, por ejemplo celebrando el Día nacional del tango cada 11 de diciembre y usando como inspiración la figura de Carlos Gardel en varias obras artísticas, así como diversos estudios antropológicos.
Lo que comenzó como una mezcla de ritmos y un baile con mala reputación, atravesó todo un siglo y se convirtió en la identidad cultural de una nación que ahora mira al cine tanguero con nostalgia, esperando su regreso.
por Julián David Correa
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