A finales del siglo XIX la ciudad de Maracaibo vivía una etapa de prosperidad económica. El florecimiento comercial y cultural concedió beneficios como la comunicación vía telefónica, el tranvía y la energía eléctrica. El impulso a las expresiones artísticas se vio reflejado en eventos como la inauguración del Teatro Baralt en 1883, escenario en el que un par de años más tarde serían proyectadas las primeras imágenes del cinematógrafo. Así, en medio de este clima de proliferación, el cine apareció en Venezuela.
A inicios de 1897, casi medio año después de la presentación del vitascopio en el Teatro Baralt, el cinematógrafo proyectó algunos materiales de los Lumiere; más tarde, al cabo de unos meses, se realizaron los primeros cortometrajes venezolanos: Un célebre especialista sacando muelas en el Gran Hotel Europa (1897) y Muchachos bañándose en la laguna de Maracaibo (1897), ambas realizadas por el fotógrafo y periodista Manuel Trujillo Durán.
Aunque durante la transición de siglo algunos metrajes exhibidos por Gabriel Veyre, un operador de la casa Lumiere, acapararon la escena en los primeros años del siglo XX, el cine local tomó impulso y produjo múltiples vistas de escenarios cotidianos en el país. Uno de los primeros precursores fue el fotógrafo Manuel A. Delhom, quien incursionó en el medio con imágenes de celebraciones patronales y algunos eventos conmemorativos presentando como uno de los títulos más destacados Carnaval en Caracas (1909), así como algunas películas sobre el aniversario del 5 de julio de 1908, Día de la Independencia de Venezuela.
A pesar de la fluidez con la que la actividad cinematográfica se desarrollaba en el país, las producciones nacionales no concibieron otro propósito más que el de definirse a través de una óptica meramente documental, puesto que la oferta de ficción era dominada por las películas norteamericanas. Con todo esto, en 1916, basada en las letras concebidas por Alejandro Dumas en su obra La Dama de las Camelias, se estrenó La dama de las cayenas, el primer largometraje venezolano de ficción dirigido por Lucas Manzano y Enrique Zimmerman. El filme narra la vida de una joven prostituta llamada Margarita, que al enamorarse de Armando se aventura y deja atrás su vida de exceso para enfrentar los prejuicios de la sociedad. El estreno fue una noticia con gran eco, pues captó la atención de los espectadores, por lo que sus realizadores decidieron asociarse y fundar la empresa Caracas Films, una de las primeras compañías que planteó el objetivo de potenciar la producción venezolana.
Dos años después del primer relato de ficción para cine en Venezuela, la mancuerna Manzano- Zimmerman estrenó Don Leandro el inefable (1918). Basada en un sainete escrito por Rafael Otazo, la película describe cómo el personaje principal, Don Leandro, es alentado a dejar su hacienda para vivir en la ciudad, pero Don Leandro se siente decepcionado al no encontrar lo que había imaginado en Caracas. Ya en la década de los 20, La trepadora (1924), una adaptación de la obra literaria de Rómulo Gallegos y dirigida por Edgar Anzola en colaboración con Jacobo Capriles, narra la historia de Hilario Guanipa, hijo de un renombrado hacendado que al conocer a Adelaida se propone casarse con ella, pero primero busca convertirse en dueño de la Hacienda de Cantarrana y así ofrecerle una mejor vida.
Para 1926 la comercialización del petróleo y queroseno venezolano impulsó la economía nacional, lo que también repercutió en el quehacer fílmico de ese entonces, pues el momento de equilibrio financiero fue aprovechado por el Estado para difundir otros actos públicos efectuados en nombre del gobierno en turno. En dicho contexto, la labor de las revistas cinematográficas se enfocó en la conformación de un registro fílmico de la agenda política del dictador Juan Vicente Gómez. Fue así como surgieron la Revista Venezolana de Actualidades, con Jacobo Capriles en la dirección y realizada por encargo del Ministerio de Obras Públicas (MOP), y la Revista Maracaibo, ya en funcionamiento desde 1918. Por otro lado, la Revista Nacional se dedicó a ampliar el espectro de cobertura noticiosa, más allá de la cobertura de los eventos gubernamentales.
Aunado al aumento de la demanda por un cine que satisficiera las necesidades del gobierno, entre 1926 y 1927 fue inaugurado el Laboratorio Cinematográfico y Fotográfico de la Nación (LCN) bajo la dirección de León Ardouin. Así, El jardín de Aragua (1928) y Central Tacarigua (1928), ambas de Francisco Granados Díaz sobre la carretera Trasandina, se convirtieron en las primeras películas desarrolladas bajo el sello de los laboratorios. Tres años después, en 1931, el LCN se unificó con la empresa Maracay Films y comenzaron la filmación de metrajes como Actos del Centenario del Carabobo (1930), de León Ardouin, con imágenes de una revisión militar en el campo de Carabobo, así como la inauguración de un monumento de San Martín, Obras Públicas de Maracay (1931), dirigida por Rafael Rivero, al igual que Misiones rurales (1936), de Antonio Bacé y Napoleón Ordosgoitti. Estos filmes fueron exhibidos en puntos estratégicos dentro del país y también en algunas embajadas de Venezuela con el fin de publicitar al gobierno en turno.
Luego de un aumento del 2% en la inversión pública como apoyo a los Laboratorios, en 1936 éstos cambiaron de nombre a Servicio Cinematográfico Nacional (SCN). No obstante, las modificaciones organizacionales también afectaron la manera de producir filmes y reformaron la estructura de trabajo en la que un denominado Equipo A tenía la obligación de entregar mensualmente al menos cuatro rollos en negativo con contenidos que ayudarán a alcanzar los objetivos propagandísticos, mientras que el Equipo B, podía realizar comerciales, musicales, comedias, o películas educativas.
La nueva infraestructura de producción cinematográfica en Venezuela captó el interés de distintos departamentos y ministerios como el de Salud, Agricultura y Cría, el Departamento de Guerra y Marina, así como el de Instrucción Pública, de los que fueron recibidas algunas peticiones para documentar las actividades y acontecimientos relacionados a sus labores. En consecuencia, fue posible la proliferación de noticieros como el Suplemento Cinematográfico El Universal, producido por Fénix Films, también La gran revista militar en Maracay, filmada por Edgar Anzola y finalmente la Revista Cinematográfica Caraqueña, realizada por Alfonso Azaf y el fotógrafo Alfonso Bacé.
En los años 30 el cine se ya se había convertido en una actividad que formaba parte de la vida de los venezolanos, quienes podían asistir a las proyecciones realizadas mensualmente en los teatros de la capital. Para entonces fue presentado el primer ensayo de la cinematografía sonora, mismo que se proyectó en el Teatro Maracay. Se trató de La Venus de nácar (1932), de Efraín Gómez, un cortometraje que relata la leyenda indígena de la Venus de Tacarigua, una hermosa perla encontrada por un pescador en las profundidades de un lago.
La orientación cultural hacia el cine que fue condensada durante las primeras tres décadas del siglo XX influyó en la realización y estreno de más títulos inscritos en el género de ficción. Por ejemplo, Corazón de mujer (1932), bajo la dirección de José Fernández y Edgar Anzola, sobre un cuento de su propia autoría. Ese mismo año el público conoció Ayarí o El veneno del indio, de Fini Veracoechea, un largometraje inspirado en el cuento homónimo escrito por Ramón David León y, en 1933, El relicario de la abuelita, de Augusto González Vidal y Antonio María Delgado. Por su parte, la producción de cine sonoro reforzó la industria y animó a las audiencias para ver nuevos contenidos, tal como sucedió con La danza de los esqueletos (1934), de Herbert Weisz, un cortometraje que fue pionero en Venezuela al insertar música y comentarios a la par de materiales sonorizados.
La relación entre la literatura y la cinematografía se volvió a manifestar en 1938 con La zona tórrida, de Antonio Bacé, un cortometraje basado en el poema de Andrés Bello Silva a la agricultura de la zona tórrida. Ese mismo año el Instituto de Educación Audiovisual del Ministerio de Educación (ME) inició labores y también apareció la primera película con sonido sincrónico: Taboga, de Rafael Rivero, en donde el actor y cineasta Carlos Ascanio sostiene una charla coni Fini Veracoechea sobre los alcances del cine sonoro; posteriormente se muestran dos piezas musicales: Taboga, ejecutada por la banda Billo’s Happy Boys y Hacia el calvario, por Eduardo Martínez Plaza.
Fue cuestión de meses para que Venezuela Cinematográfica Moratti y Cía produjera el documental Olimpiadas de Panamá (1938) y, en 1939, estrenara Carambola, de Fini Veracoechea. A finales de la década también salió a la luz Dama antañona (1939), producida por Veracoechea, un largometraje basado en la pieza de vals homónima de Francisco De Paula Aguirre. En los años 40 surgió Bolívar Films, una compañía que tuvo gran repercusión en el ámbito fílmico al señalar la creación de cine comercial de calidad como una prioridad, meta que le orilló a proponer la importación de equipo de alta calidad y talento extranjero con experiencia. Gracias a eso, poco tiempo después, la compañia se posicionó como la única productora venezolana que realizó filmes comerciales sin estar en riesgo de quiebra.
En 1940 el realizador Domingo Maneiro filmó Romance aragüeño, que junto a Joropo, de Héctor Cabrera Sifontes, que habla sobre la ejecución de un baile tradicional llanero en las calles de Nueva York, abrieron una década que deparó diversos estrenos. Por ejemplo, Juan de la calle (1941), de Rafael Rivero, cuenta la historia de un grupo de jóvenes que viven en las calles y con la ayuda de algunas personas logran superar esa situación. También, Alma llanera (1945), de Manuel Peluffo, fue presentada a mediados de los años 40 como la “primera superproducción nacional”, acompañando su cartel promocional con frases como ¡Humorismo criollo!, ¡Malicia llanera!, ¡Escenas típicas!.
Otros ejemplos de las producciones que encabezaron la cartelera nacional durante esta época, fueron Barlovento (1945), bajo la dirección de Fraíz Grijalba, una comedia popular protagonizada por Ana Teresa Guinand y Carlos Fernández, Dos hombres en la tormenta (1945), dirigida por Rafael Rivero, Sangre en la playa (1946), de Antonio Bravo. En la misma línea se encuentra Misión atómica (1948) de Manuel Lara, que cuenta la historia cómica de un científico confundido con un paciente psiquiátrico que se fugó del manicomio. Finalmente, la vida de una mujer que engaña a su esposo e intenta salvar a su hija de las consecuencias de sus actos, es narrada en Historias de una mala mujer (1948), de Luis Saslavsky.
Al llegar los años 50, el cine venezolano había recorrido un camino de casi seis décadas, pasando por la producción de vistas y filmaciones que documentaron los escenarios cotidianos, después, la aceptación de los largometrajes de ficción amplificó el espectro fílmico venezolano, así mismo, la sonoridad revitalizó la curiosidad de aquellos realizadores que se encargaron de presentar las primeras películas que exploraron el uso del sonido como parte del lenguaje del séptimo arte. Por otra parte, el desarrollo de compañías productoras y las inversiones del gobierno que fomentaron la filmación de numerosos materiales dieron una pista para pronosticar el desarrollo de un esquema industrial y cultural que caracterizaría a la nación venezolana en la segunda mitad del siglo pasado. Se avecinaban nuevos cambios y logros para la cinematografía de Venezuela.
Continuará…
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