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Viejo calavera

Abuela Grillo

La evolución del cine en Bolivia

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<h1>Primeros pasos del cine en Bolivia</h1>
A diferencia de otros países de Latinoamérica que conocieron el cine durante la última década del siglo XIX, tal como Colombia y Uruguay, Bolivia experimentó un desarrollo fílmico con una temporalidad distinta.

En 1912, tres años después de haberse realizado las primeras proyecciones, surgieron las filmaciones realizadas en territorio boliviano por parte de Luis Castillo González, entre las que destacó una galería de imágenes de aspectos cotidianos de La Paz, titulada <strong><em>Vistas locales</em></strong> (1913). Posteriormente, en 1918, Castillo fundó una compañía cinematográfica y en 1925, junto al antropólogo Arturo Posnansky, inició el proyecto Condor Maiku Films, productora que se enfocó en la realización de cortometrajes, documentales y largometrajes.

Otro paso significativo en la historia del cine de Bolivia llegó con la primera película de larga duración: <strong><em>La profecía del lago</em></strong> (1925), dirigida por José María Velasco Maidana, que narra la historia de un hombre adinerado y el conflicto que este enfrenta al descubrir que su mujer está enamorada de un indígena que trabaja en su casa. La temática de la historia causó controversia en el público por la relación que mostraba y fue censurada sin poder ser vista en otros lugares. Ese mismo año, Pedro Sambarino, director de cine de origen italiano, concluyó la película <strong><em>Corazón Aymara</em></strong> (1925), un largometraje de ficción que narra una discordia amorosa entre un matrimonio que vive en los nevados andinos y recurre a un juicio bajo las normas del pueblo aymara para arreglar el descontento.

En estos ejemplos, los relatos del cine boliviano incluyeron personajes indígenas, factor que poco a poco condujo al desarrollo de un cine indigenista y que en años posteriores tendría un auge considerable. Sin embargo, durante los años veinte y los treinta, la cinematografía nacional también tuvo algunos momentos de progreso respecto a su capacidad narrativa. <strong><em>La gloria de la raza</em></strong> (1925), de Arturo Posnansky, es ejemplo de ello, pues logra desarrollarse como un medio de difusión para mostrar sus descubrimientos en una trama que lo incluye a él mismo como protagonista, guiado por un nativo en su visita a unas ruinas precolombinas.

En 1932, la película <strong><em>Hacia la gloria</em></strong> (1932), una realización de Mario Camacho, José Jiménez y Raúl Durán, implicó el primer acercamiento del cine boliviano con la sonorización. No obstante, transcurrieron más de dos décadas para que la sonoridad fuera parte elemental de los filmes, hecho que logró concretarse en 1958 con el reestreno de<strong><em> La guerra del Chaco</em> </strong>(1936), también conocida como <strong><em>El infierno verde</em> </strong>(1958). La película fue el resultado de la labor de documentación y registro de Luis Bazoberry, un fotógrafo que cubrió las actividades y enfrentamientos durante la Guerra del Chaco.


<h1>Etapa de posguerra</h1>
Aunque el final del conflicto entre Bolivia y Uruguay hizo evidente la inactividad en el campo cinematográfico de esa época, surgieron nuevos realizadores y aficionados, como Jorge Ruiz y Augusto Roca, quienes trabajaron juntos hasta 1947 cuando se unieron al norteamericano Kennet B. Wasson y fundaron Bolivia Films.

La empresa abrió una línea de producción de cortometrajes y documentales, entre los que destacó<strong><em> Virgen India</em></strong> (1948), de la mancuerna integrada por Ruiz y Roca, reconocido como el primer largometraje sonoro en blanco y negro. Un año después, <strong><em>Donde nació un imperio</em></strong> (1949), dirigida por Alberto Perrin Pando, sobresalió por ser el primer documental boliviano sonoro a color y <strong><em>Bolivia busca la verdad</em></strong> (1950), bajo la dirección de Jorge Ruiz, obtuvo el mérito por ser la primer película en lograr una escena con sonido sincronizado.

En abril de 1952 estalló la revolución boliviana, que tuvo su origen en la inestabilidad política y monetaria del país, tras su derrota en la Guerra del Chaco y la Gran Depresión que se vivía a nivel mundial que, en el caso específico de Bolivia, afectó la actividad minera y el sector obrero reprimido por el gobierno en turno y el monopolio minero. Durante este periodo, gran parte de las producciones de cine en Bolivia, se limitaron a documentar los hechos que acontecieron en el país.
<h1>Nuevo panorama del cine boliviano</h1>
Con el propósito de estimular el crecimiento del cine nacional como mecanismo de prensa y propaganda, el gobierno creó en 1953 el Instituto Boliviano Cinematográfico (IBC), a cargo de Waldo Cerruto. Bajo esta nueva consigna, se produjo <strong><em>La vertiente</em></strong> (1958), de Jorge Ruiz. El largometraje, una combinación de ficción documental, narra los esfuerzos de una comunidad selvática en su lucha por resguardar los derechos de acceso al agua y la historia de dos personajes en romance.

Otro título emblemático con esta línea fue <strong><em>Las montañas no cambian</em></strong> (1962), también de Jorge Ruiz, realizado en conmemoración de los diez años de la revolución y el cual aborda algunos aspectos de la capacidad económica del país, haciendo referencia a las zonas del Altiplano, los valles y la Amazonía, e intercalando esa narración informativa con historias personales y personajes, entre campesinos, militares, y colonos, entre otros.

En julio de 1976, durante la dictadura de Hugo Banzer y bajo el mandato de Mario Mercado como alcalde de La Paz, se creó la Cinemateca Boliviana. Lo anterior, para responder a la necesidad que destacaron algunos personajes de la escena cultural y política de Bolivia sobre la urgencia de abrir un espacio para la preservación de los filmes nacionales, puesto que gran parte de las producciones que se habían realizado hasta ese momento estaban desaparecidas o acumuladas en lugares que no aseguraban su conservación.

Desde entonces, la Cinemateca ha desempeñado un papel importante en la conformación de un archivo cinematográfico boliviano, mismo que ha crecido gracias a diversas donaciones. De igual manera, la institución ha expandido sus actividades y objetivos a lo largo del tiempo, por lo que actualmente también se concentra en la restauración de materiales y en el desarrollo académico a partir de investigaciones de cine y la formación de nuevos realizadores y espectadores.
Ley general del cine

El Estado boliviano otorgó una mayor importancia al cine nacional hasta los últimos años de la década de los setenta, con el decreto de la Ley general de cine en 1978. El proyecto legal nació como una propuesta por parte de la ya establecida Cinemateca, en la que convocó a otras dependencias, como la Cámara Nacional de Empresarios Cinematográficos, la Asociación de Cineastas, la Asociación de críticos y el Centro de Orientación Cinematográfica, para diseñar una iniciativa de ley que velara por el interés de proteger y fomentar la producción fílmica a nivel nacional.

En junio de 1978, el anteproyecto fue aprobado y con ello se planteó el propósito de crear el Consejo Nacional Autónomo del Cine (CONACINE), pero fue hasta 1982 que inició sus actividades. En los años posteriores, la legislación tuvo algunas reformas, entre las más importantes se encuentra aquella impulsada en 1991 por el Grupo Nuevo Cine y Video Boliviano, remarcando los objetivos de normar, proteger e impulsar las actividades cinematográficas, además de la obtención de los recursos para su financiamiento, proporcionados por el Ministerio de Finanzas.
<h1>Cine boliviano contemporáneo</h1>
Entre saltos vertiginosos respecto a los avances técnicos y narrativos, películas extraviadas, extensos periodos de uso propagandístico y los cimientos de una legislación, el cine nacional llegó a la última parte del siglo XX. A principios de los noventa comenzó un periodo que se caracterizó por un pequeño boom en la producción, gracias al soporte legislativo logrado en 1991.

Así, la cinematografía de Bolivia comenzó a emplear nuevos recursos en sus producciones y en algunos casos hizo énfasis en el carácter educativo, por ejemplo, la realización de cuentos animados, tal como en <strong><em>Paulina y el cóndor</em> </strong>(1994), de Marisol Barragán, un cortometraje sobre la región andina y una niña aymara llamada Paulina, que se relaciona con un cóndor y este le ayuda a escapar de una prestamista que quiere llevarla a la ciudad.

Paralelo a esto, en 1995, se publicó la primera convocatoria del Fondo de Fomento Cinematográfico (FFC), coordinado por el CONACINE, y alcanzó la meta de estrenar cinco producciones durante ese año, una de ellas fue <strong><em>Viva Bolivia toda la vida</em></strong> (1995), de Carlos Mérida, en la que aprovechando la euforia nacional ocasionada por la clasificación del equipo boliviano de fútbol al Campeonato mundial de Estados Unidos en 1994, empleó algunos segmentos de partidos y la ficción sobre un niño que anhela convertirse en un futbolista profesional.

Por otro lado, resulta interesante que esta etapa del cine nacional, abrió una brecha en la que nuevos realizadores incursionaron por primera vez en el medio. Por ejemplo, la ópera prima de Juan Carlos Valdivia, <strong><em>Jonás y la ballena rosada</em> </strong>(1995), una ficción sobre un hombre que mantiene la complicada relación con su familia política en un entorno acechado por el narcotráfico. Además, <strong><em>Cuestión de fé</em></strong> (1995), es el primer filme dirigido por Marcos Loayza, que cuenta la travesía de dos hombres que reciben el encargo de fabricar la figura de una virgen para entregarla en un pueblo en medio de la selva y en el camino a su destino de entrega, atraviesan distintas situaciones que dejan al descubierto su identidad.

Esa misma década tuvo dos estrenos con buen recibimiento del público: <strong><em>La oscuridad radiante</em></strong> (1996), dirigida por Hugo Ara, inicialmente en un formato de serie televisiva, que después sería adaptada para su exhibición en salas de cine, en la que se narra la historia de un sacerdote y sus memorias durante los tiempos de guerrilla. El otro filme fue<strong><em> El día que murió el silencio</em></strong> (1998), de Paolo Agazzi, que cuenta los hechos ocurridos tras la llegada de Abelardo Ríos a Villaserena, quien instala una radio para transmitir en las inmediaciones del pueblo y abriendo así un espacio para que los habitantes expresen lo que no habían podido comunicar.


En el comienzo del siglo XXI, <strong><em>El triángulo del lago</em> </strong>(2000), bajo la dirección de Mauricio Calderón, fue reconocida como la primera producción boliviana de ciencia ficción. La trama aborda la extraña desaparición de una mujer que se encontraba de vacaciones cerca del Triángulo de las Bermudas y de los sucesos que el hecho desencadena. Por otra parte, algunas películas comenzaron a tratar el tema de la migración, como <strong><em>Dependencia sexual</em></strong> (2003), de Rodrigo Bellott, en donde unos jóvenes en Bolivia y Estados Unidos definen sus preferencias sexuales y enfrentan las dificultades que estas implican.

Dos años después se estrenó<strong><em> Lo más bonito y mis mejores años</em></strong> (2005), dirigida por Martín Boulocq, con la historia de Berto, un joven boliviano que busca vender su auto para poder viajar a Madrid y comenzar una nueva vida. También <strong><em>American visa</em></strong> (2005), de Juan Carlos Valdivia, muestra la historia de un profesor boliviano al que le es rechazada su petición de visado norteamericano y posteriormente se ve envuelto en una red criminal.

Más adelante, el interés por retratar algunos rasgos de la sociedad boliviana a través de relatos que incorporan personajes indígenas, nuevamente fue visible en <strong><em>Zona sur</em></strong> (2009), de Juan Carlos Valdivia, película que entrelaza la vida de los miembros de una familia de clase alta en La Paz y los trabajadores aymara de la casa. <strong><em>Abuela grillo</em></strong> (2009), una animación dirigida por Denis Chapon, retoma el aspecto formativo de los cortometrajes animados, esta vez abordando el tema del uso del agua, con una trama en la que Abuela grillo es el personaje principal, que atrae la lluvia con su canto, hasta que aparecen unos empresarios que explotan su don.


<strong><em>El ascensor</em></strong> (2010), de Tomás Bascopé, es una de las producciones que inauguran la segunda década del nuevo siglo. En ella se relatan tres días de la vida de dos asaltantes y su víctima al quedar encerrados en un elevador. En este ejemplo, la construcción de personajes es un elemento muy relevante, pues es partir de ellos que la narración logra sostenerse. Tres años después, con <strong><em>Yvy Maraey: Tierra sin mal</em> </strong>(2013), también de Juan Carlos Valdivia, resurgen algunos aspectos indigenistas y antropológicos entrelazados con la ficción. En este filme se narra el viaje de un cineasta, que junto a un indígena guaraní, busca el Ivy Maraey, un lugar místico que se cree está aislado de los conflictos del mundo.


Algunas producciones recientes del cine boliviano, han conseguido mostrar la evolución de las miradas políticas e históricas a través de nuevas propuestas en sus estructuras narrativas, que si bien se desarrollan en entornos habituales, descubren y resignifican la identidad de los personajes como el resultado de una historia nacional. Un caso que funciona como ejemplo de esto es el de las comunidades mineras, reflejado en <strong><em>Viejo calavera</em></strong> (2016), de Kiro Russo, una de las producciones que ha obtenido numerosos reconocimientos a nivel mundial. El filme resalta la habilidad de construir el relato a través de la imagen y el empleo de recursos sonoros que el ambiente natural ofrece, con los que se narra la historia de Elder Mamani, un minero envuelto en el trabajo y el alcoholismo.


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En apenas un siglo, el pueblo boliviano ha integrado al cine como un eslabón fundamental de su cultura, consolidando entre algunas cosas, la capacidad de reconocerse a sí mismo como productores de historias, con escenarios y temporalidades distintas, pero que en suma, forman un relato nacional complejo. Aunado a esto, se ha reconocido a su población indígena, ya no solo como una otredad, sino más bien como un elemento importante para entender su identidad.
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