La langosta azul

Araya

Nereo y el Cine

Gamín

El cine colombiano

Historias de un país de película

Durante la última década del siglo XIX, Colombia se encontraba en un contexto de cinco millones de habitantes y con analfabetismo en el 60% de su población. Los paseos, tertulias, la música y el teatro eran las principales formas de entretenimiento popular en el país, hasta que llegó el cine. El 13 de abril de 1897 en Puerto Colón, (Panamá), entonces territorio colombiano, ocurrió la primer proyección y el inicio de una aventura histórica: la de conocer, contar, construir y reescribir el mundo y Latinoamérica a través de las películas.

La cinematografía colombiana rebasó la primera mitad de la década de los años cincuenta con apenas un total de 27 películas, que aún no mostraban interés por hablar de los acontecimientos sociales y políticos más relevantes en el país. Así, algunos movimientos populares pasaron desapercibidos en el espectro cinematográfico, como el caso específico de las protestas por parte de la comunidad obrera, iniciadas durante los años veinte y con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, líder popular del Partido Liberal.

Años más tarde, tras haber experimentado un largo período de retrocesos, el cine aprendió a formular propuestas narrativas complejas, pero también entendió que uno de los elementos fundamentales para poder desarrollar una industria se encontraba en las películas de consumo. Aparecieron entonces, organismos que se encargaron de hacer de la realización de estos filmes una constante, tal es el caso de la Compañía de Fomento Cinematográfico (FOCINE), promovida en 1978 por el estado con el objetivo de aumentar la producción fílmica en todo el país. Un ejemplo de los títulos que marcaron este período fue El taxista millonario (1979), dirigida por Gustavo Nieto Roa, la segunda película más taquillera de la historia del cine colombiano con medio millón de espectadores. Otro filme que resalta es Amor Ciego (1980), también de Nieto Roa y que es uno de los pocos melodramas de la época.

Así, un panorama histórico que incluye retos, logros y fracasos, muestra el curso que ha seguido la cinematografía de Colombia en un recorrido que resalta momentos clave para comprender la naturaleza del cine y el posible futuro que le depare.

El desfase

Solo el pueblo de Colombia nos conoce
y solo a él van dirigidos nuestros esfuerzos (…)
Solo el cine es nuestro único medio de expresión.
Gonzalo Acevedo en Los primeros ensayos del cine parlante nacional (1937)

El cinematógrafo revolucionó la forma de ver y narrar el mundo, por lo que en un principio experimentó sus capacidades expresivas a través de ejercicios de imágenes. Para el cine colombiano, uno de los avances iniciales ocurrió en 1915 cuando se realizó el primer largometraje titulado El drama del 15 de octubre, dirigido por los hermanos Francesco y Vincenzo Di Doménico, quienes filmaron una serie de eventos a partir del asesinato del político Rafael Uribe Uribe. Sin embargo, la película fue censurada por mostrar el cuerpo de Uribe y a los verdaderos asesinos recreando los hechos. A la fecha, solo se conservan algunos fragmentos y fotogramas de este filme, pues el gobierno ordenó la destrucción de todas las copias.

Durante la segunda década del siglo XX, la producción colombiana alcanzó la cifra de 14 películas, pero solo tres fueron aceptadas por el público: María (1922), una adaptación de la novela de Jorge Isaacs, dirigida por Máximo Calvo y Alfredo del Diestro; Aura o Las violetas (1924), de Di Doménico y Pedro Moreno Garzón; también una adaptación de la obra escrita por José María Vargas Vila, y Bajo el cielo antioqueño (1925), de Arturo Acevedo.

Las razones que podrían explicar el poco alcance que tuvieron las películas nacionales de esta época, recae en el hecho de que Colombia aún estaba aprendiendo a ver y a hacer cine. Hasta entonces, la cámara se encontraba estática y en ángulo frontal para filmar personajes que actuaban como si se tratara de una obra de teatro. Por otro lado, gracias a la escasez de la industria, no se tuvo una estructura en las producciones ni una formación de profesionales. Lo anterior ocasionó un desfase importante respecto al desarrollo fílmico de otros países de la región.

En Latinoamérica, con mayor énfasis en Colombia, comenzaba un proceso de apropiación del lenguaje cinematográfico, que tomaría tiempo en madurar pues partía de un contexto permeado de dificultades sociales y culturales que experimentaba el país a inicios de siglo.

La tragedia del sonido y el despertar

Tras haber concluido una década con producciones relativamente constantes, el cine nacional se detuvo con “la tragedia del sonido”, como fue señalada por el historiador Diego Rojas, refiriéndose al surgimiento de la cinematografía parlante, que era desconocida por realizadores colombianos y quienes tuvieron que lidiar con la falta de tecnología y experiencia.

El letargo que abrazó al desarrollo de la cinematografía colombiana, no cedería sino hasta 1937, año de estreno del cortometraje Los primeros ensayos de cine parlante nacional, de Gonzalo Acevedo y poco después con el primer largometraje sonoro titulado Olaya Herrera y Eduardo Santos o De la cuna al sepulcro (1937), de Acevedo y Carlos Schroeder y, finalmente, en 1938 con Al son de las guitarras, bajo la dirección de Alberto Santana y Carlos Schroeder.

Entrada la década de los cuarenta, hubo cuatro empresas productoras que luchaban por mantenerse activas y elevar su capacidad de producción: Ducrane, Patria Films, Cofilma y Calvo FIlms Company. Aún con la participación de estas compañías, la producción fílmica entre 1941 y 1945 mantuvo el ritmo pausado y solo alcanzó la realización de 10 películas.

Con la apertura de espacios de apreciación cinematográfica como una actividad cada vez más popular, finalmente emergieron nuevos enfoques sobre el quehacer del cine, especialmente respecto a una idea de contribuir a la construcción de la identidad colombiana a partir de las películas. Parecía el inicio de un nuevo propósito artístico ligado completamente a lo acontecido en la vida en sociedad, el despertar de una conciencia fílmica en realizadores y espectadores.

El primer referente que sirvió como ejemplo de ello está en un mediometraje surrealista que cuenta la historia de un agente norteamericano que realiza una investigación sobre la aparición de langostas radioactivas, titulado La langosta azul (1954), de Álvaro Cepeda, Gabriel García Márquez, Enrique Grau, Luis Vicens y Nereo López.

El mérito principal de los futuros filmes puede atribuirse a la construcción de espacios y el recorrido por distintos escenarios de barrios colombianos. El resultado fue la sensación de proximidad en los espectadores al ver que las historias de las películas sucedían en espacios que les eran familiares. De esta manera, se articuló una herramienta trascendental en las producciones venideras, tal como en La gran obsesión (1955), de Guillermo Ribón Alba, que además de ser el primer largometraje a color, desarrolló una historia con un contraste visual al incluir escenas en el campo y la ciudad. Finalmente El Milagro de sal (1958), de Luis Moya también puede ser considerado como un referente del uso de imágenes de la región, pues retrató aspectos del ambiente cotidiano en una mina activa, un tema que se relacionaba con los mencionados movimientos obreros y campesinos de inicios de siglo.

Poco a poco, se tejió un esquema de producción y consumo que respondió a más de un frente, por un lado el del crecimiento comercial que exigía un medio de entretenimiento popular y por otro, aquel que correspondía a la mera necesidad artística de crear y seguir aprendiendo. Esto quiere decir que la mirada también evolucionó con nuevas perspectivas y con la inquietud de contemplar el pasado para entender el presente de un pueblo latinoamericano que, inspirado por el cine, redobló sus esfuerzos hasta conformar una vanguardia artística.

El desarrollo de la crítica cinematográfica y el cineclubismo

Al contrario de la producción cinematográfica, a lo largo de los años cuarenta se dio la formalización de las columnas de opinión crítica, notas y reseñas cinematográficas en los medios impresos. Estos elementos jugaron un papel determinante para posicionar las funciones de cine como una oportunidad ya no solo de entretenimiento, sino también de reflexión. La suma de avances comenzó desde 1908 con la presencia de la revista El cinematógrafo, en Bogotá y el suplemento titulado El Olimpia, que inició en 1913 ,donde se presentaba la información relevante sobre las exhibiciones del momento.

La adhesión de nuevas generaciones con personajes interesados en la apreciación y discusión de películas, así como el crecimiento de un público motivado en comprender las narraciones cinematográficas, su estética y el rol social que pudieran proyectar, definieron las características principales de la década. De modo que, casi 30 años después de la aparición de las primeras publicaciones interesadas en el tema, se sumaron a la discusión algunos críticos y literatos que, para entonces, ya abordaban cuestiones teórico-prácticas de la realización, entre los que se encuentran: Camilo Correa, Hernando Valencia Goelkel, Gabriel García Márquez y Hernando Salcedo Silva, quiénes escribieron en las revistas Mito, Cromos y Eco, así como en el periódico El Tiempo.

Por otro lado, es importante mencionar que a finales de los años cuarenta en el Cine Club Colombia se realizó la primera proyección de una película en un cineclub. Este acontecimiento dio pie a una generación de cinéfilos que jugaron el importante rol de conformar un ala de la vanguardia artística que incursionó en la segunda mitad del siglo. Los nuevos teóricos y realizadores fueron capaces de conjugar los conocimientos generados a lo largo de 50 años de exploración del lenguaje fílmico.

La actividad en los cineclubes en Colombia mantuvo como ejemplo las labores realizadas en el Cine Club Colombia, fundado en 1949 y que fungió como antecedente de la apertura del Cine Club de Medellín en 1951, dirigido por Camilo Correa, así como la creación del Cine Club de la Presa en Bogotá durante 1955 y el Nuevo Cine Club de Medellín, fundado justo un año después, en 1956. Todos ellos, conformaron núcleos culturales en los que el objetivo principal consistió en promover la discusión alrededor del cine como objeto artístico e incluso científico.

Los maestros

El cine caracterizado por una construcción dramática sólida y la creación de personajes, fue la carta de presentación de las películas colombianas una vez alcanzada la década de los sesenta. Ejemplo de esto fueron los filmes Raíces de piedra (1961), de José María Arzuaga; Tres cuentos colombianos (1963), de Julio Luzardo; Chircales (1972) y Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1982), ambas de Marta Rodríguez y Jorge Silva; y Pasado el meridiano (1966), de José María Arzuaga, que resaltó por ser la primer película en centrar la historia en un personaje construido con ese objetivo. En estas producciones fue evidente que la situación social del país impregnó las historias, algo que había demorado mucho tiempo en ocurrir.

Derivado de la ola intelectual que impulsó el cineclubismo y los avances técnicos y teóricos en la cinematografía, se concretaron las labores de un grupo de realizadores colombianos que se interesaron por el cine social y de denuncia: el documental institucional y también de entretenimiento. Estos precursores fueron conocidos como “Los maestros”. Si bien no todos los considerados “maestros” eran congéneres, si coincidieron en generar ciertas pautas de la evolución y desarrollo de la cinematografía nacional, como la conocemos actualmente, es decir, con la opción a ser propositiva en los discursos que comunica. Con la participación de “Los maestros”, se accedió a un estilo que tiene un mayor cuidado de las corrientes estéticas.

Algunos nombres que resonaron en las filas de este grupo fueron Guillermo Angulo, que había escrito crítica en la Revista Mito; Jorge Pinto y Francisco Norden, quienes estudiaron en Francia; Fernando Laverde en España y Julio Luzardo, quien había hecho lo propio en Estados Unidos.

Uno de los resultados de este apogeo fue el descubrimiento del documental político como el reflejo de la capacidad de síntesis en la estructura de los relatos fílmicos y audiovisuales. Por ejemplo, las películas que despuntaron en esta oleada del género documental fueron Asalto (1968), ¿Qué es la democracia? (1971) y Los hijos del subdesarrollo (1975), de Carlos Álvarez; también Camilo Torres (1966) y Carta-Ajena (1974), de Diego León Giraldo; Un día yo pregunté (1970), dirigida por Julia de Álvarez; El oro es triste (1972) y La patria boba (1974), de Luis Alfredo Sánchez y finalmente Corralejas de Sincelejo (1974), con la dirección de Ciro Durán y Mario Mitrotti.

Desde otro ángulo menos interesado en ahondar en la realización de documentales meramente políticos, algunos directores partieron de temas sobre arte o turismo como el caso de Bellas Artes (1962), Calle real (1964) y Boyacá, sexto día (1964), las tres de Jorge Pinto; en la misma línea narrativa, producciones como Las Murallas de Cartagena (1962) y Balcones de Cartagena de Indias (1965), dirigidas por Francisco Norden; y Arte colombiano (1963), de Guillermo Angulo.

La pornomiseria

A partir de los numerosos movimientos populares que envolvieron Latinoamérica durante la década de los sesenta, los debates ideológicos llegaron a la pantalla con un nuevo género propio del cine colombiano llamado pornomiseria, nombrado así por los directores Luis Ospina y Carlos Mayolo.

Este género llegó con una línea temática que incluyó a la pobreza y la desesperanza como eje de las historias, a modo de protesta, con un perfil informativo que logró el reconocimiento internacional pero poco consumo nacional. Una muestra de este tipo de narraciones fue el documental Gamín (1972), de Ciro Durán, donde se evidenciaba la miseria de las calles.

Los críticos miraban con desdén las películas que enfatizaban continuamente en estos aspectos sociales. Documentalistas como Marta Rodríguez y Jorge Silva advirtieron sobre una esquematización de la realidad y señalaron en ellas un falso compromiso social y el riesgo del cliché político. Entonces, surgió una contrapropuesta, como el caso de Agarrando pueblo (1978), y la parodia de Gamín de Luis Ospina y Carlos Mayolo, quienes más adelante serían integrantes del Grupo Calí.

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Por otra parte, otros realizadores respondieron a la necesidad que manifestó la industria fílmica colombiana por mantenerse, y más aún por crecer, evocando el uso de un lenguaje más convencional y atractivo al público. Adjunto a este cambio estratégico en beneficio del mercado, nuevos directores entraron en escena, inició entonces, un ciclo de producción de cine nacional que osciló en un promedio de 29 filmes a lo largo de 10 años. También, en el marco de este acontecimiento, se originó un apogeo de las comedias, melodramas y algunas películas de terror que frecuentemente aludían a fórmulas narrativas empleadas en el cine mexicano.

Los ejemplos más memorables fueron Tiempo para amar (1980), de Gustavo Nieto y Padre por accidente (1981), dirigida por Manuel Busquets, por mencionar algunos melodramas. También, se encuentran las comedias Mamagay (1977), de Jorge Gaitán, El candidato (1978), de Mario Mitrotti y en cuanto al cine de terror, Funeral siniestro (1977), de Jairo Pinilla.

Lo interesante de esta etapa fue el gran acercamiento entre las películas y el público, así como la manera en la que se formularon historias destinadas a una preferencia de consumo, cada vez más identificada y segmentada. La conjugación de rasgos culturales y recursos narrativos entre la comedia, el drama, el humor y la farsa, ya era una realidad.

Después de casi cien años de historia, espectadores, teóricos y realizadores colombianos, concibieron una cinematografía nacional con numerosas experiencias que le valieron su capacidad narrativa para presentarse al mundo. Faltaban dos décadas para que el siglo llegará a su fin y Colombia aún tenía mucho que explorar de un medio que constantemente evoluciona: el cine.

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